Es verdad que la corrupción es el elemento más resaltante en la conmovedora tragedia en la que un abogado y profesor universitario aparece transformado en cadáver encadenado y atado a un block, doce horas después de haber interrumpido la docencia que impartía para salir al lugar donde estaba estacionado su vehículo, a reunirse con alguien que le había llamado por teléfono.
Esa monstruosidad ha regresado al relato mediático dos hechos anteriores, atados al mismo flagelo: el suicidio del arquitecto David Rodríguez García en un baño de la Oficina de Ingenieros Supervisores de Obras del Estado (OISOE), y la muerte a tiros de dos comunicadores en una cabina de radio en San Pedro de Macorís, a cargo de un individuo que reclamaba haber sido víctima de una estafa con terrenos del Consejo Estatal del Azúcar (CEA).
En ánimo de propiciar la inclusión, el presidente Danilo Medina decidió sortear las obras de infraestructura escolar para que sin distingo de colores partidarios, rango social o económico, miles de profesionales de la ingeniería tuvieran la oportunidad de hacer esas obras y acumular un capital semilla, pero hubo manos en OISOE que distorsionaron ese propósito, creando un método de estrangulamiento económico para los contratistas.
Y lo del CEA es una historia de reparto y apropiación del patrimonio público que hunde raíces en todas las administraciones que ha tenido el país después de la tiranía trujillista.
Ninguno están entre los mayores casos de corrupción que se hayan debatido en el país, pero si entre los más escandalosos, por el desenlace violento, y esa violencia expresa otros graves problemas a los que hay que prestar atención.
La práctica de descubrir ciertos actos de corrupción, simular repudiarlo, judicializarlos y luego pactar con los presuntos corruptos, ni se inició ni se termina, con el caso de la Oficina Metropolina de Transporte (OMSA), ni la OISOE empezó a ser piedra de escándalos con el caso de construcción de las escuelas que el Gobierno les ha quitado, y sobre el CEA, ya expresé lo que ha sido.
Esos hechos han tenido un referente sangriento porque estamos cosechando lo que se ha sembrado al convertir la violencia en parte de la cultura de vida, proyectada ampliamente en telenovelas y en las series más populares de la televisión, y en toda suerte de videos vitalizados en las redes sociales.
Dos renglones han visto aumentar progresivamente su incidencia: homicidios y suicidios.
Desde el 2005 hasta el año pasado, 2,147 dominicanos están muriendo todos los años por homicidios, con cifras conservadoras, las de la Oficina Nacional de Estadísticas estamos registrando 16 por cada 100 mil habitantes, pero otras cifras, la de la Organización Mundial de la Salud, hablan de 3,2 homicidios por cada 100 mil habitantes.
En todo caso triplicamos o hasta sextuplicamos la media mundial que es apenas de 6,4, por la coincidencia de que somos parte de América Latina que cuenta con el 10% de la población mundial, pero con el 25% de las muertes por homicidios.
En suicidios tampoco nos quedamos atrás, 5,2 por cada 100 mil habitantes, no menos de 420 por año en datos conservadores, que se elevan a 600 en otras proyecciones.
Por demás hay que promover vías de trascendencia y reconocimiento que no sean las de la ostentación económica, que es el espejismo que lleva a muchos a pretender aprovechar cualquier oportunidad que se le presente para hacer dinero, sin importar que sea ilícita