Con el tiempo uno se va dando cuenta que la hipocresía se ha adueñado del ser humano. Por ello, es tan importante desenmascarar ese mundo de apariencias que nos lleva al caos. Ya está bien de aparentar lo que no somos. Si en verdad actuásemos con coherencia entre lo que decimos, hacemos y vivimos, todo sería distinto. Hemos perdido la vergüenza. El persistente sufrimiento que padecen los niños a causa de los múltiples conflictos en todo el mundo, es un claro testimonio de esa falta de autenticidad de los adultos.
La situación no puede ser más incoherente. Vemos grupos armados que les obligan a actuar como terroristas suicidas, a menores estigmatizados tras ser reclutados y usados por grupos armados, a inocentes imputados por actos que fueron obligados a cometer. Por desgracia, nos gobierna la permanente falsedad, que la hemos convertido en una forma de vivir, en un activo de maldad que nos desborda en el momento presente. Hemos de discernir, pues, y volver a esa verdad interior que es la que nos hace indagar verdaderamente para poder cambiar; y, por ende, modificar actitudes.
Somos seres en camino y nadie nos puede impedir avanzar como personas libres hacia el futuro. La vida se nos ha donado para vivirla, pero de manera respetuosa con lo que nos acompaña y rodea. De ahí, lo importante de que nadie quede impune por las atrocidades cometidas. Esta impunidad daña a la sociedad en su conjunto al encubrir la corrupción, los abusos graves de derechos humanos y muchos otros crímenes. En consecuencia, tenemos que asegurar que los autores de esa violencia, o siembra de inhumanidades, rindan cuentas ante la universal justicia.
Esto es prioritario, porque el mundo necesita de las manos de todos para reconstruirse, pero las relaciones no pueden maquillarse, han de tener como fundamento el amor hacia el análogo, con lo que esto supone de impulsar la ecuanimidad social para poder vencer las causas estructurales de las desigualdades y de la pobreza. Dicho lo cual, ojalá se generalice en verdad la educación, el acceso a la asistencia sanitaria y el trabajo para todos. Ahora bien, para esto hace falta despojarnos de dobleces y esas alianzas globales que todos decimos buscar, se conviertan en algo efectivo hacia ese bien colectivo mundializado.
En efecto, la mundialización es un hecho al que tenemos que dar respuesta de modo cooperativo y verídico. Si en verdad queremos mejorar la vida de todas las personas, fortaleciendo el desarrollo sostenible en todo el planeta, hemos de ejemplarizar nuestras maneras de hacerlo. No podemos quedarnos en la superficialidad, o en la indiferencia de nuestras acciones, máxime cuando las minorías constituyen actualmente los segmentos más marginados de la sociedad y sufren cada vez más intolerancia y atropellos a sus derechos humanos. Hoy más que nunca, por tanto, tenemos que rebuscar en nuestros interiores el corazón de la realidad, salir de nuestro endiosamiento, y pensar que un poco de generosidad y comprensión nos vendrá bien a toda la humanidad. Quizás tengamos que reacomodarnos a esa diversidad de pensamientos, para dilucidar entre todos, el modo de encontrar soluciones que alivien la situación de una buena parte de la población que vive el flagelo continuo de la discriminación. No olvidemos que todos tenemos derecho a ser tratados dignamente y también la obligación de contribuir a la unidad del género humano. Despojémonos, por consiguiente, de toda simulación y espíritu de dominio, puesto que nadie ha de ser más que nadie, para ponernos a disposición unos de otros, con la apertura a los demás, mediante el vínculo de lo profundo, que es lo que nos fraterniza en definitiva.
La tarea que debemos cumplir no es fácil, pero tampoco imposible, escucharnos más y entendernos mejor.
Es cierto que este tremendo huracán de hipocresías nos ha deshumanizado y la desintegración del entramado social se ha quedado sin nervio. Habrá que darle un nuevo impulso reconciliándonos todos con todos, haciendo que la unidad de la familia humana no cese en su empeño. Téngase en cuenta que algunos poderosos intereses económicos, en lugar de unirnos, contribuyen a separarnos.
Por eso, los gobiernos y la comunidad internacional, así como las diversas religiones, deben impulsar esa conciencia comunitaria que nos hace más solidarios, frente a una galopante sed de venganza que pudiera surgir. Indudablemente, ante este desolador ambiente, resulta necesario un nuevo espíritu conciliador, entre los moradores de todas las latitudes, que nos haga olvidar las formas de resentimiento y de violencia que la herencia del pasado nos pudiera haber dejado en la retina del alma. Tal vez para repararnos interiormente, tengamos que serenarnos y sanearnos, purificando nuestra propia memoria, admitiendo que ninguno somos seres perfectos. Despertemos y salgamos de la necedad; que la genialidad de una especie no llega por ese afán perfeccionista, sino por la lucidez y originalidad, por la apertura de todas las fronteras para poder unir esfuerzos y por el desprendimiento de cada cual.
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1 de noviembre de 2017.-