La Fundación Justicia y Transparencia depositó ante el Senado de la República un anteproyecto de ley que solicita castigar con cadena perpetua o cárcel de por vida a los asesinos de mujeres. Tiene su importancia este planteamiento, pues ya es hora de acabar con la desenfrenada y aterradora violencia de género que tanto luto y orfandad está generando en la familia dominicana.
De igual manera, pide 30 a 40 años de reclusión mayor para la tentativa de ese crimen e igual pena los cómplices del referido delito, todo ello sin que en ningún caso operen circunstancias atenuantes o subterfugios legales que interrumpan la ejecución de la pena.
Yo sugeriría incluir también la cadena perpetua para los narcotraficantes, los funcionarios y empresarios corruptos, los asaltantes, sicarios, violadores sexuales de niños y mujeres, los que matan a sus padres y hermanos, asesinos de militares o policías.
Lo ideal sería legislar para elevar la condena a 60 años, sin derecho a libertad condicional, independientemente de lo que digan los defensores de los derechos humanos o los moralistas irresponsables que tenemos, quienes callan ante estas atrocidades y truenan cuando la Policía mata a un delincuente.
Pero, en ese contexto, habría que determinar qué hacer con los menores involucrados en acciones criminales o en dado caso si éstos podrían juzgarse como adultos. Es una tarea para los juristas, jueces, fiscales, legisladores y los diversos actores sociales de la sociedad en pleno.
Algo muy relevante es que plantea la colaboración especial de los medios de comunicación para que, con carácter de obligatoriedad, especialicen espacios de publicidad gratuita para la concientización, educación y orientación ciudadana del respecto y protección de los derechos de las mujeres. Yo diría derechos de todos los ciudadanos, sin exclusión de género. Del mismo modo, creo, hay que combatir la morbosidad mediática reflejada en las redes sociales para impedir que se continúen difundiendo imágenes perturbadoras de hechos sangrientos.
El presidio perpetuo es una pena privativa de libertad de carácter indefinido, de por vida, que normalmente se impone como condena ante un delito grave. En la mayoría de jurisdicciones en las que no se contempla la pena capital (la ejecución), la cadena perpetua constituye el castigo más severo que puede recibir un criminal.
Obvio, se trata de un procedimiento que resultaría muy costo para el Estado en razón de que tendrá que mantener de por vida a un prisionero. Sin embargo, es una opción para sacar de las calles a los criminales y restaurar la vilipendiada seguridad ciudadana.
En el Reino Unido y otras naciones, por ejemplo, son raras estas sentencias. Empero, en Estados Unidos, los recortes presupuestarios han forzado a algunos estados a considerar si es rentable la práctica de encerrar a criminales por largos periodos o ejecutarlos.
En América Latina existe un total de seis países en los que la pena de muerte (no cadena perpetua) es legalmente viable en la actualidad: Cuba, Brasil, El Salvador, Guatemala, Chile y Perú, aunque en algunos casos se restringe a situaciones excepcionales.
Cuba es el país que registra la última condena de este tipo en el año 2003. En su Código Penal se ordena ‘con carácter excepcional’ ese tipo de sanción por homicidio, violación agravada, terrorismo, secuestro, piratería, espionaje, o promoción de la acción armada contra el país.
En última instancia, me inclinaría (y no es asunto de radicalismo) por el método del presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, quien ha confesado que ha salido de asesinos, violadores, narcotraficantes y delincuentes peligrosos, lanzándolos al mar desde un helicóptero. Dudo que algún mandatario nuestro se atreva a imitarlo. La fe cristiana, el costo político y otras causales se lo impedirían.