España.-La insostenible versión oficial de la Historia de España refuerza al independentismo andaluz, desde el momento en que pretende hacer creer que España fue invadida por “los árabes” en 711 y luego, muy lentamente, a lo largo de ochocientos años, los “españoles” fueron recuperando el territorio y “expulsaron a los invasores”. Desde luego si pudiera ser cierto, no cabe duda que la conquista debía haber sido ser facilísima: los llamados “invasores” por el léxico oficialista, después de ochocientos años debían estar muy ancianitos.
La versión oficial mimetiza España con la península ibérica, sin ni siquiera tener en cuenta que en la península hay tres estados. Si se pudiera creer la especie, Portugal y Andorra habrían sido desgajados, separados, independizados. Pues ándense con cuidado, que el imperialismo español hasta podría estar dispuesto a reclamarlos.
Los hechos distan mucho de tan simplona visión. La palabra “íbero” significa “los de enfrente”, “los del otro lado”, y la aplicaron los curetes, el primer pueblo organizado en Occidente, procedente de la Cultura de Almería, a otros curetes que volvían, después de varios siglos de haber cruzado el Estrecho de Gibraltar hasta la orilla sur.
Renombrada por Roma, Hispania -procedente de la voz indígena “Spa” = lugar del agua- recibió su primera y duradera organización administrativa. Sólo la zona sur, con el nombre de “Bética”, fue reconocida provincia senatorial desde el primer momento, precisamente por su posición, adelantada organizativa y políticamente, pues por algo es dónde floreció la gran civilización de Occidente, Tartessos, heredero de aquellos curetes, creadores de la apicultura y la agricultura, en quienes se basa la hermosa leyenda de Gárgoris y Habidis. Tartessos, pese a ciertos supuestos investigadores, ansiosos de ratificar la tesis oficialista, incluso mintiendo, fue la única entidad cultural-política-administrativa existente en la Península, hasta la llegada de Roma, y en la división sucesiva en dos, tres y cuatro provincias, la única que se mantuvo sin cambios durante los más de quinientos años de vida del Imperio.
Pero los diversos pueblos de Hispania continuaron siendo diversos, hasta el punto de que, a la caída del Imperio y durante tiempo prolongado volvieron a su organización anterior, sólo rota por la irrupción de los visigodos que invadieron la península, ya avanzado el siglo V desde la Septimania, tras perder el “Reino godo de Tolosa” incapaces de resistir a los francos. Pese a estar bien entrenados y dedicarse sólo a la guerra, tardaron más de trescientos años en ocupar la península. Consideraban degradante el trabajo, y ensalzaban la guerra como única cualidad (“Son pérfidos, pero castos”, dejó escrito de ellos el Obispo Osorio). Por ello, o más bien para ello, precisaban del trabajo de las comunidades invadidas, a quienes exigían las dos terceras partes de toda la producción, agrícola, artesanal y ganadera. Tan abusivas condiciones, hizo que los béticos –los andaluces de entonces- se le resistieran con mucha fuerza y frecuencia, de ahí el mantenimiento de toda la zona este en el Imperio Bizantino (Desde Córdoba hasta Orihuela) las matanzas en la Oróspeda (fuentes del Guadalquivir) y en la Serranía de Arunda (Ronda) y los dos sitios puestos a Híspalis (Sevilla), el segundo de más de dos años, en que la ciudad tuvo que capitular, arrasada por las máquinas de guerra y el envenenamiento de sus aguas.
Sin embargo, pese a que constituyeron un ente llamado “Reino Godo de Toledo”, recientemente se les considera creadores del reino de España y las estatuas de sus treinta y dos reyes, se airean en el Palacio de Oriente, encabezadas por la de Ataúlfo, que sólo fue Señor de Tolosa y la Septimania, y sólo cruzó los Pirineos muy al final de su vida y nada más pudo dominar una pequeña parte de la actual Cataluña.
El ridículo desatino pseudo histórico titula “legítimos” a las más de ciento veinticinco mil familias invasoras, que tardaron más de trescientos años en apoderarse de la península e imponer su imperialismo depredador, mientras considera “invasores” y “extranjeros”, a quienes, teóricamente, llevaban ochocientos años aquí, sin haber efectuado ninguna conquista guerrera. Teóricamente, porque no hubo invasión, porque el máximo número de norteafricanos llegados en 711, reconocido incluso por el más recalcitrante imperialismo español, fue de trescientos de a caballo. El único ejército, mayoritariamente mercenario, el de al Mansur (Almanzor), se deshizo y sus componentes volvieron a sus bases.
Ridículo desatino, necesario, sin embargo, para justificar las guerras intermitentes que terminaron por poner toda la península en poder de los reinos de Portugal, Castilla-León y Aragón-Cataluña. La historia mandada escribir por el analfabeto Alfonso III, ha servido de base, pero no han reparado en la base, el poema de Fernán González, escrito cien años después de la existencia de este Gobernador de Cantabria, en el que se falta deliberadamente a la verdad, pero en el que se dice:
“… mantuvo siempre guerra
con los reyes de Hispania”.
Queda claro: para el autor del poema, Hispania no eran los posteriormente nombrados reinos del Cantábrico, sino justamente el resto de la península. No reconocer la existencia de esos reyes, ya es, cuando menos, llamativo. Peor es no reconocerlos por considerarlos “extranjeros-invasores”, pese a haber nacido en el lugar hoy llamado España, al mismo tiempo que se considera “reyes de España” a los cuatro primeros visigodos, nacidos en Dacia (Rumanía) o en la Galia. Es materialmente imposible que alguien pueda ser extranjero después de seiscientos ú ochocientos años, monstruosa barbaridad que aún mantiene la oficialista “Historia de España”. Más increíble es su expulsión y la subsiguiente repoblación de las ciudades andaluzas con familias procedentes de Castilla y León. Cuando el reino de Castilla-León no superaba el millón y medio de habitantes, los reinos andaluces sumaban dos y medio. Es imaginable la enorme dificultad logística, si no imposibilidad, de trasladar a dos millones y medio de personas. ¿Cuántos barcos de la época habrían hecho falta? Pero más increíble aún es que Castilla pudiera “repoblar” Andalucía. Es imposible. Simplemente.
Los árabes no pudieron invadir España por tres razones: porque los trescientos que entraron y las oleadas posteriores, que llegaron a sumar en total quince mil, en su inmensa mayoría eran norteafricanos, entre los que hubo más sirios que árabes. Porque un contingente de trescientos guerreros no puede considerarse invasión. Ni tampoco los otros quince mil que entraron a lo largo de los doscientos años siguientes. Y porque España no existía
Los reinos, condados y ciudades que ahora forman el reino de España, no empezó a tener estructura unitaria hasta el reinado del primer Borbón, sólo empezó a tomarse en serio a partir de Carlos III, pero no se materializó hasta la división del reino en cuarenta y nueve provincias en 1834, aumentado a cincuenta con la división en dos de la de Canarias. Hasta ese momento no puede hablarse de Estado, sino de reinos distintos con un mismo monarca. Pese a la afirmación de que los Reyes Católicos “unificaron” España.
El aserto es absolutamente falso. Isabel fue reina de Castilla-León hasta su muerte, y Fernando, de Aragón-Cataluña. Si hubiera sido un reino unificado, no se hubieran podido dar los siguientes movimientos políticos, tras la muerte de Isabel I: El reino de Castilla-León fue heredado por Felipe I “el Hermoso”, como tutor de su esposa, Juana I, interesadamente acusada de trastorno mental. Fernando II se retiró a sus estados de Aragón y se casó con Germana de Foix. El hijo de Juana y Felipe, Carlos I, heredó ambos reinos en distintos momentos, pues cuando recibió el de Castilla, también como tutor, todavía vivía Fernando. Y pudo heredar el de Aragón-Cataluña, porque el matrimonio Fernando-Germana no llegó a tener hijos.
El astur-leonés necesitaba un pretexto para justificar su separación del reino hispánico con capital en Córdoba, y se atribuyeron una ascendencia visigoda con que allegar legalidad a su expansión hacia la Meseta, motivada tan sólo por la falta de recursos en la Cordillera y por su ambición –esto sí, aprendida de los godos- que les hizo despreciar el trabajo y crear el “oficio de la guerra”. Es lo que les creó una necesidad de conquista, una espiral, por la que continuamente necesitaban nuevos territorios. Por esa razón, los reinos de Aragón y Castilla se repartieron la península, pero no sólo la península. La línea trazada en los acuerdos de Cazola para marcar la división de sus zonas a conquistar, se extendieron al continente africano. Los reyes de lo que hoy es España nunca llegaron a poder entrar en el reparto colonialista del Continente. Pero tenían su propia colonia, sin cruzar el mar: la llamaron “Castilla novísima”, como en un primer momento llamaron a América “Nueva Castilla”, nombres que no prosperaron. La primera continuó llamándose Andalucía, todavía anexada a España -que no integrada en- por derecho de conquista. Pero esta, ya, es otra cuestión.