Los escándalos de corrupción son cada vez más grandes. Los rumores involucran hasta al presidente de la República. Pero nada ocurre. Ni siquiera cuando una docena de niños muere en un hospital público porque la corrupción se roba hasta la vida de los neonatos. Nadie se sorprende, nadie se inmuta, nadie reacciona. Es el pan nuestro de cada día.
La gente está convencida de los negocios que hacen los funcionarios a todos los niveles cada vez que firman un contrato, dan una concesión, construyen un hospital, un puente o una escuela. La percepción de corrupción es generalizada. Lo dicen las encuestas. Alrededor del 90% de la población considera que ahora hay más prevaricación que antes. Y que el presidente de la República no sólo lo sabe, sino que forma parte de ella. Tiene que ser verdad.
Nada se mueve sin que el jefe del Estado lo sepa. Es el hombre más y mejor informado del país, el que todo lo sabe de primera mano aunque parezca ciego, sordo y mudo. Es que su dislexia política no le permite hablar. De todos modos, no tiene que decir nada, otros lo hacen por él.
Determinados funcionarios, especialistas en mentir y engañar, hablan diariamente. Las bocinas por igual. Nos dicen que este país es una maravilla, que todo está perfecto, que no hay de qué preocuparse, que vamos viento en popa aunque las olas del endeudamiento, inseguridad ciudadana, costo de la vida, crimen, lavado, evasión fiscal, desempleo, viviendas, impuestos, la tarifa eléctrica, combustibles y transporte, nos estén ahogando. Convocan a su prensa para afirmar, enfáticamente, convencidos de que somos tarados, que este es un país seguro. Y tienen razón: Este es un país seguro, muy seguro, diría.
Están seguros en sus mansiones, villas y castillos, en vehículos de lujo blindados y protegidos por militares fuertemente armados y por un manto negro de impunidad, los corruptos, delincuentes de cuello blanco con sus trajes de políticos desvergonzados. Fiscales y jueces de todas las cortes, con las leyes que aprueba el Congreso del “barrilito” y el “cofrecito”, tienen la tarea de garantizar, “legalmente” a través del “debido proceso” la “inocencia” de los imputados por desfalco de los bienes del pueblo. Los expedientes, generalmente mal instrumentado, terminan “archivados”. Mientras los corruptos andan con sus esposas y amantes, viajando en primera clase por el mundo, disfrutando la vida como reinas y reyes, los pobres que roban, asaltan y hasta matan, mueren en un “intercambio de disparos” con la Policía o van a la cárceles donde son tratados como animales. El caso de la empresa brasileña Odebrechet ha estremecido una buena parte de los países latinoamericanos, menos el nuestro.
Algunos presidentes y ex presidentes han sido acusados de recibir sobornos. Muchos dirigentes políticos y funcionarios también. Algunos están presos, otros tienen procesos abiertos en los tribunales. En la República Dominicana, donde la empresa confesó haber distribuido 92 millones de dólares, donde instaló su oficina internacional de sobornos porque estaba “más segura”, donde el experto en campañas electorales, asesor del presidente, Joao Santana y su esposa Maura tenían un búnker en el mismo Palacio Nacional, no ha ocurrido nada. Las autoridades juegan a la política y al tiempo convencidas de que este pueblo no tiene memoria, que todo lo olvida, como olvidó las enseñanzas de Juan Pablo Duarte, Gregorio Luperón, Manolo, Caamaño y los constitucionalistas del 24 de Abril de 1965.