A Virgilio A Sierra Pérez y Miguel Rosado
Me comentaba el director del periódico Hoy, mi buen amigo Bienvenido Álvarez Vega en Casa Cuesta donde nos encontramos coincidencialmente que hasta los 30 años una persona no tiene conciencia plena de la muerte, a menos que un pariente muy cercano fallezca.
De alguna manera tiene razón. Para los jóvenes la muerte no existe. Es como una mentira que los adultos repiten hasta convertirla en verdad con los años cuando los vemos irse de este mundo.
Por eso, tal vez, los jóvenes arriesgan tanto la vida en acciones imprudentes como conducir a velocidades extremas provocando accidentes de tránsito que les causan la muerte, entre muchas otras cosas desastrosas. Ellos son, sin embargo, el motor del desarrollo permanente de la raza humana.
“Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver. Cuando quiero llorar, no lloro…y a veces lloro sin querer”, escribió el poeta Rubén Darío en su Canción de Otoño en Primavera.
Cuando los años pasan, y con ellos la juventud, nos volvemos más conservadores, más cautos y tenemos conciencia del peligro y de la muerte que se convierte, entonces, en una verdad “dura y sin sombra”.
Antes no íbamos al médico. Nada nos aquejaba. Lentamente llega la hipertensión arterial, la diabetes, la arritmia o taquicardia, los dolores de cabeza, el colesterol, los triglicéridos, los dolores en la espalda, la artritis, la próstata, los lentes, el pelo se cae, el abdomen crece, la función hepática disminuye, la erección no es la misma, la menopausia, andropausia, etc.
“La vejez es la más dura de todas las dictaduras”, canta Alberto Cortez.
Los amigos de infancia generalmente se pierden en la bruma de la cotidianidad y del reloj. Los amigos de la juventud la vida los conduce por distintos caminos y se bifurcan como ríos tempestuosos guiados por el destino o el instinto.
“El hombre es él y su circunstancia”, dijo Ortega y Gasset.
Sea como sea, “la vida manda que puebles estos caminos, manda que pueble estos caminos y entonces sale esta voz de sombra y de raíces amargas y de mariposas de fiebre…” advirtió el poeta nacional, don pedro Mir.
Poco a poco nos damos cuenta que la muerte es lo único seguro que tiene todo ser viviente, incluyendo la raza humana que inventó el tiempo para trascender más allá del corto viaje por la vida. La historia los eterniza porque “hay muertos que van subiendo mientras más baja su ataúd”, escribió el poeta Manuel del Cabral.
Uno a uno nuestros seres queridos van cayendo en el lecho de la muerte. Uno a uno va despidiéndose dejando un vacío “que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”. Cuando se va “el viejo” o la “vieja” que tanto amamos, aquellos que nos dieron el ser, nos dejan una herida en el alma de las que no cicatrizan nunca.
“Hay golpes en la vida, tan fuerte… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé! Así lloraba Cesar Vallejo en Los Heraldos Negros.
Los que permanecemos vivos terminamos yendo más a las funerarias y los cementerios que a las fiestas de cumpleaños o celebraciones diversas de los amigos y seres amados. Terminamos escribiendo y escuchando panegíricos en vez de escuchar viejos boleros de amor y leer buena literatura.