Escribir por encargo para dañar reputaciones, defender a delincuentes de cuello blanco, a depredadores de fondos públicos, violadores de menores y mujeres, es una vieja práctica en nuestro país que genera beneficios económicos y de otras naturalezas a quienes se dedican a esas innobles faenas.
Se trata de limpiadores de imágenes, sicarios mediáticos, que operan al servicio de las clases podridas de la sociedad, desde sus posiciones en los medios de comunicación como si se tratara de botines de guerra.
También pudiéramos darles el calificativo de mercenarios de la pluma. En términos coyunturales, tienen en común que son especialistas en dañar, por encargo, reputaciones a terceros o sacar del lodo a aquellos personajes que han caído en desgracias por malas acciones en el manejo de fondos públicos o se han visto involucrados en corruptelas y delitos repugnantes.
Algunos comunicadores (porque no son todos) actúan con doble moral, pues se venden como defensores de las clases pobres, mientras pasan facturas por debajo de la mesa por comentarios o exaltación a figuras conocidas.
La misión es sacar de apuros, a base de manipulaciones, a personajes que públicamente se exhiben como ciudadanos pulcros, pero que en la sombra viven cometiendo indelicadezas y luego son premiados por jueces y fiscales que responden a los intereses del poder político.
Además, hacen trabajos desacreditando en público a alguien en particular para evitar su ascenso social o político. O sencillamente desarrollar estrategias de relaciones públicas para venderles a la sociedad otros personajes como individuos elegibles a candidaturas presidenciales, legislativas, municipales y de otras índoles.
Un sicario mediático, o un mercenario, podría ser un columnista o escritor de renombre, un comentarista de programas de radio y televisión, el director de un medio de comunicación, de una revista social, un cronista en temas de política o un integrante del equipo de un programa interactivo.
No son pocos los periodistas que se han enriquecido al amparo de esa práctica. Incluso son poseedores de bienes inmuebles de lujo y costosos (fincas, villas en centros turísticos y lujosas mansiones) que no pueden justificarlos con las entradas económicas que reciben con un empleo de remuneraciones ridículas. Afortunadamente, son una minoría.
Otros reciben mensualmente pagos en publicidad de instituciones estatales por comentarios condescendientes o la amistad con un funcionario que los incluye en nóminas; algunos son recompensados con viajes al exterior y otras prebendas.
Sin ánimo de ofender, no logro diferenciar entre un sicario común que mata por encomienda y un mercenario mediático. Ambos actúan motivados con un mismo objetivo: gestionar dinero por la vía rápida, hacer daño físico, moral y emocional.
Este comentario me surge a propósito de la preocupación expresada en un panel por dirigentes de varias organizaciones de periodistas y escritores que acordaron “promover una iniciativa compartida para fortalecer el contenido ético, la actualización técnica y la capacitación integral en el ejercicio del periodismo”.
En ese escenario, monseñor Ramón de la Rosa y Carpio, dijo que los periodistas y medios de comunicación “deben reaccionar para detener prácticas en el periodismo dominicano y otros medios alternativos donde operan sicarios mediáticos que atentan contra la vida moral y emocional de las personas y lo hacen generalmente por razones mercuriales, porque les pagan para hacerlo”.
Comparto absolutamente la inquietud. Pienso que detener esa práctica es cuestión de conciencia y valoración individual de los periodistas que asumen esa compostura, desesperados por hacer fortuna, sin importarles los efectos desmoralizantes que pudieran afectar a los hijos y otros familiares. Obvio, cada cabeza es un mundo y conoce la realidad con la que debe lidiar.