El fallecimiento de Aristófanes Urbáez, para mí, fue tan impactante como el de los asesinados periodistas Orlando Martínez (1973), Gregorio García Castro (1973), Marcelino Vega (1981), Juan Andújar Matos (2004), Blas Olivo Santana (2015), Napoleón Rojas Vicioso (2014) y José Silvestre (2011).
También me impactaron los decesos de reporteros jóvenes como Rosario Olivo, Víctor Méndez y José Miguel Montero.
Olivo, mi ex alumna, falleció en un accidente automovilístico; Méndez fulminado por una descarga eléctrica mientras reparaba un inversor; y Montero, por asfixia minutos después de practicársele una cirugía para corregirle una desviación en el tabique nasal.
Por enfermedades catastróficas nos abandonaron Altagracia Rodríguez, Freddy Antonio Cruz, Joaquín Suero, Emilio Herasme Peña, Roberto Lebrón, Leo Hernández, Joaquín Ascención, Leo Reyes, Félix Frank Ayuso, José Alberto Sánchez.
Además, Arístides Reyes, Hipólito Carrasco, Frank Peña Tapia, Antolín Montás, Tulio Navarrete, Francisco García, Teuddy Sánchez, Genao Contreras, Luis López Méndez, Luis Taylor, Generoso Ledesma, Lipe Collado (mi profesor y asesor de tesis) y otros colegas que no me llegan a la memoria, con quienes tuve el honor de trabajar.
A excepción de los comunicadores asesinados, algunos de ellos en los nefastos gobiernos de Joaquín Balaguer, los restantes lucharon por salvarse de las denominadas “enfermedades profesionales o catastróficas” (cáncer de páncreas, de próstata, de colon, diabetes, crisis renal, leucemia y otras patologías), sin dinero, con deudas y con sobrados deseos de vivir.
Los periodistas seremos siempre víctimas de esas enfermedades. En teoría, esta profesión nos obliga a ejercer con dignidad, gallardía y honestidad en defensa de los intereses de los seres humanos afectados por los diversos problemas económicos y sociales, la marginalidad, discriminación, luchar contra la corrupción, la impunidad y los abusos.
Ese empeño por servir a las gentes más pobres y trabajar para levantar a la familia con dignidad y abundancia de las cosas indispensables (educación, alimentación, salud, transporte, recreación), implica mucho estrés y sacrificio.
Algunos tuvieron en su momento que acudir al pluriempleo para cubrir esas necesidades. Todavía persiste esa práctica esclavista. Son los periodistas más honestos.
Lo más condenable de todo esto es que cada vez que fallece un periodista, sobre todo si es de renombre, surgen expresiones demagógicas de pesares y de endiosamiento a su persona.
Políticos y otras personalidades aprovechan el momento para enviar tuits a los medios de comunicación, dando las condolencias a los familiares, aunque nunca tuvieron contactos personales con la víctima. Sencillamente, pescan en río revuelto.
Odio decir esto, pero se trata de un gastado discurso de doble moral de parte de esos personajes, muchos de ellos “busca-cámaras”, que acuden a las funerarias con esos fines.
Incluso, algunos mensajes son enviados desde el poder político, por sectores que se niegan a otorgar en vida pensiones dignas a los colegas que hoy padecen enfermedades catastróficas y sin recursos para comprar los costosos medicamentos indicados por los médicos.
Son periodistas que viven medio de un cuadro de precariedades económicas aterradoras.
Me incluyo en este listado (perdonen la inmodestia), pues llevo años detrás de una Pensión Especial del Estado dominicano por mi discapacidad, adquirida tras sufrir en el 2014 un derrame cerebral que me provocó inmovilidad físico-motora en el brazo y pierna izquierdos.
Después de ese trance, mi vida se ha transformado: mis ingresos cayeron, no puedo realizar trabajos físicos, vivo esclavizado a merced de los medicamentos, en la miseria y con diversas necesidades, y mis colegas no me llaman, a excepción de algunos cuyos nombres me reservo. Son de las sorpresas de la vida.
Por suerte, mi disco duro está nítido para la tarea intelectual, hasta que me llegue el día.