Me duele Haití sin ser haitiano; me duele tanto como la República Dominicana donde nací. Ellos no son los únicos responsables de su desgracia, como no lo somos los dominicanos tampoco. Pero esa es otra historia, lejana, dolorosa y sangrienta que ha sido contada por Juan Bosch, Eduardo Galeano y otros investigadores sociales.
Cerca de once millones de personas; alrededor del 70% de su población “viviendo” (muriendo) por debajo del nivel de pobreza (poco más de un dólar por día), con un promedio de vida de apenas 50 años, muy lejano de los 74.9 de la República Dominicana a pesar de nuestra pobreza y de tener un sistema de salud obsoleto que requiere de inversiones millonarias.
Haití es un pedacito de África en el Caribe latinoamericano poblado, como es de suponer, por negros hambrientos pobres o muy pobres, con un idioma (Creole) que se confunde con el francés y el dialecto que maliciosamente, para denigrarlos aún más, llaman “patuá”.
Haití, enajenado de la educación y la cultura que se requiere para sobrevivir en un mundo que se afianza en la cuarta revolución industrial donde la ciencia y la tecnología han dado un salto exponencial abriendo una brecha digital cada vez más grande entre países desarrollados y los del tercer mundo. (Haití no sobrepasa la segunda revolución industrial. Y cuidado, tal vez esté más lejos).
Con un territorio pequeño y una población relativamente grande, con un lenguaje, una religión y una cultura diferente a la del resto de los países que lo rodean, Haití no parece encajar en la región. Pero la realidad es insoslayable: Haití existe. Es una realidad. No sólo de ellos, sino nuestra. Querámoslo o no, comparten la isla de Santo Domingo, Hispaniola o como le quieran llamar, con la República Dominicana.
Sin agua potable, sin energía eléctrica, sin educación ni salud, sin instituciones que formen un Estado con su Constitución y sus leyes respetables, depredado casi por completo dejando la tierra muerta, Haití es un pueblo fantasma que parece no tener futuro. (“Si yo pudiera unirme a un vuelo de palomas y atravesando lomas dejar mi pueblo atrás, juro por lo que fui que me iría de aquí. Pero los muertos están en cautiverio y no nos dejan salir del cementerio”, dice Joan Manuel Serrat en su canción “Pueblo Blanco”)
Algunos, colocados de espalda a la historia y negando el desarrollo social, dicen que la solución es construir un muro a lo largo de toda la frontera para evitar que entren masivamente a nuestro territorio como reses o caballos desbocados. De casualidad no exigen que el muro lo paguen los haitianos, como quiere el presidente estadounidense Donald Trump con los mexicanos.
Haití es un problema para los haitianos; para los dominicanos también. Haití no puede con Haití. Nosotros tampoco. Ya demasiado le hemos dado sin poder.
La solución no es el muro, ni hacerlos desaparecer de la faz de la tierra como le gustaría a más de un “nacionalista”, ni cremarlos en los hornos hitlerianos como a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
La solución debe ser humana. Y deben encontrarla los países que integran la Organización de Estados Americanos y las Naciones Unidas antes de que se produzca un éxodo hacia nuestro territorio creando un problema de incalculable consecuencias para haitianos y dominicanos.