Cualquier análogo a nosotros es una escuela de vida.
Naciones Unidas nos comunica unos datos verdaderamente conmovedores. Inserto el párrafo: Actualmente, existen en el mundo mil ochocientos millones de jóvenes entre los diez y veinticuatro años de edad. Es la población juvenil más grande de la historia; sin embargo, uno de cada diez vive en zonas de conflicto y veinticuatro millones de ellos no asisten a la escuela.
La inestabilidad política, los desafíos del mercado laboral y el limitado espacio para la participación política y cívica han llevado al aislamiento de los jóvenes de las sociedades. Grave error el de acordonarnos, cuando lo fructífero es abrirse a los demás, convivir junto a ellos, proyectar vidas en común, favorecer el encuentro, escuchar a los que nadie quiere escuchar; y es, por ello, que nos hacen falta liderazgos mundiales que nos armonicen, sin excluir a nadie, incorporando otros lenguajes más desprendidos y centros de enseñanza para todos los chavales.
Hoy por hoy, lo que manda es el dinero, aunque la gente hierva entre angustias y desprecios, eso sí, con multitud de amigos virtuales que te hacen sentir aún más solitario, pues son las relaciones frente a frente las que nos humanizan y nos ayudan a superar las controversias. Ante esta soledad aislante que se empecina en imponerse en nuestra vida presente, propongo salir a estar con la gente, a mirarse cara a cara, a verse en los demás, para poder marchar de esta burbuja de intereses y socializarnos humanamente.
Por eso, es saludable para la propia convivencia dejarse observar por nuestros análogos, desde el respeto y la consideración de un espíritu libre, teniendo acceso de este modo al curso de la realidad, a los hechos, cada uno de ellos dentro de esa innata dinámica social, por la que cohabitamos y existimos. En esto los abuelos, con su cátedra viviente a las espaldas, pueden ayudarnos a entendernos. Por desgracia, vivimos un momento en el que los ancianos tampoco cuentan, y esto es grave, gravísimo, sobre todo porque su historia se enraíza en nuestra vida. Unos moradores que no atienden a sus predecesores no tienen corazón y tampoco tienen camino. Lo han destruido con su propia indiferencia.
Naturalmente, es a través de esta galopante apatía como hemos llegado a esta atmósfera inhumana que padecemos. Personalmente, ante esta deshumanización me gusta aguzar los sentidos y siempre veo a una mujer armonizando, ofreciendo ternura, comprensión y coraje. Por cierto, recientemente llegó a mí un manifiesto de diez chicas participantes en unos talleres de empoderamiento, en el que lejos de ser excluyentes, fomentaban el apoyo de familiares y amigos. A propósito, decían: No queremos que nos regalen las cosas, sino lograrlas por nosotras mismas. Queremos ser admiradas. Si nos caemos, volver a levantarnos. Confiamos en nosotras mismas y necesitamos desarrollarnos, crecer y cumplir nuestros sueños”. En efecto, cada uno de nosotros es parte de un hogar, de un pueblo, de una humanidad, para la que hemos de trabajar todos en conjunto. Desde luego, los anhelos deben hacerse para crecer interiormente, probarse y compartirse. En consecuencia, nadie puede ser marginado, es tiempo de hacer unidad y de no encerrarse en uno mismo.
Está visto, que por propia naturaleza humana, todos, seamos hombres o mujeres, tenemos una misión que llevar a buen término, sabiendo que lo fundamental es que nuestros propios sueños sean fructíferos. Activemos, por tanto, el deseo de soñar en grande, que nadie no los robe. ¿Por qué no imaginar un planeta sin muros? ¿Por qué no meditar sobre otras fortalezas que no sea el don dinero? ¿Por qué no anhelar otros horizontes menos dominadores y más libres? Además, ¿por qué quieren que yo sea el que no quiero ser? Ciertamente, es cuestión de interrogarse, de buscar puntos de referencia, de apasionarse por vivir liberado de cadenas, aún a riesgo de obligarme a emigrar de mi zona de confort.
Seguramente, en este caminar cotidiano en el que somos multitud haya que arriesgarse para ser único como el verso y uno en ese amor auténtico, franco y animoso. Acá está el recuerdo, siempre vivo, del autor británico Vidiadhar Surajprasad Naipaul, ganador del Premio Nobel de Literatura en 2001, fallecido recientemente, afanado en convertirse en su propio maestro a través del lenguaje de los latidos, haciéndose tan fuerte como soñador. Sea como fuere, más que nunca requerimos de una mayor inclusión, al menos para poder acariciar el sentimiento propiciado por otros contextos, a veces incomprendidos y en otras ocasiones ignorados. Al fin y al cabo, y a pesar de los muchos pesares, lo importante es aguzar el oído, luego saber mirar y ver, para seguidamente poder enhebrar el sueño; y, al fin, poder despertar, con la esperanza del deber cumplido sobre los labios de la esencia del yo en nosotros.