Los seres humanos evolucionan y desarrollan un sistema de vida en condiciones que les impide la mayoría de las veces alcanzar las metas que se han trazado cuando ya entran en la etapa de la adolescencia.
Es a partir de ese momento tan especial que brotan las múltiples aspiraciones, sueños por realizar, iniciativas y planes para configurar un futuro promisorio: estudiar, graduarse en una carrera universitaria, conseguir un buen empleo, crear una familia con todas las reglas disciplinarias y morales, en fin, tener las garantías para sobrevivir con dignidad, tales como derecho a un buen sistema de educación y de salud sostenible, alimentación, transporte, seguridad y protección ciudadana y disfrutar del derecho a ser juzgado en justicia según lo establece la Constitución de la República.
Hay quienes logran cumplir con esos propósitos, otros no. Es cuestión de suerte y también dependerá del statu familiar o el país donde nacen y crecen.
Así se conjugan los ricos y los pobres, que lo único que tienen en común es que están vivos y viables, dos términos que determinan las condiciones jurídicas del ser humano. Por lo demás, estas dos clases sociales tienen vidas diferentes.
Sin embargo, esas condiciones se ven perturbadas por la convivencia con otros seres humanos que presentan comportamientos disímiles en el diario vivir, al grado tal que afectan la salud de los demás.
Nos referimos a la gente tóxica, aquellos que empalagan, enferman la mente y destruyen al prójimo a través de comentarios malintencionados. En ese entramado social entran los chismosos hombres y mujeres, los lleva-cuenta, los pendencieros, difamadores y todos los que usan la lengua para lanzar palabras envenenadas y podridas de contenido.
Nuestra sociedad está repleta de ese tipo de personas, que podría ser un vecino, un amigo, un familiar, el compañero de aulas en la escuela, la universidad o el trabajo, un comentarista de programas interactivos de radio y televisión, un twittero, un columnista, locutor, periodista, legislador, político, o quien menos uno se imagina.
La gente de esa característica, intencional o no, es un contaminado social que puede producir malestares severos e incluso arruinar nuestra vida, destruir nuestros sueños o alejarnos de nuestras metas.
Incluso, los hay que se especializan en desunir parejas, familias y amistades mediante comentarios falsos y perversos, y a nivel de las empresas son dados a llevar chismes ante los jefes para lograr desplazar a de su puesto a alguien cuyo empleo le interesa.
Autores dedicados a estudiar la conducta humana, como Bernardo Stamateas, terapeuta familiar y sexólogo clínico argentino de orígenes griegos, han establecido que existe una patología muy preocupante en ese tipo de personajes.
En su obra “Gente Tóxica”, Stamateas dice que el objetivo principal de esos individuos es complicar la vida a los demás.
Estamos rodeados de gentes tóxicas, de mentes diabólicas, conviviendo con ellos en la sociedad. ¿Cómo reconocerlas, protegernos y ponerles límites?
Pienso que reconocerlas es una tarea fácil y protegerse de éstas, también. Sólo debemos actuar de manera radical para proteger la salud espiritual porque la mente domina el cuerpo.
Sencillamente, las evitamos sin que se afecte la amistad; si fuera necesario (y es lo que menos uno quisiera), bloquearlos por un tiempo en Twitter, WhatsApp, Facebook, Instagram, correo electrónico o evitar escuchar los comentarios que pudieran afectarnos en lo espiritual en caso de un reencuentro ocasional.
Las personas tóxicas son peligrosas y es aconsejable aprender a convivir con ellas. Evitémoslas, si queremos añadir algunos años a nuestra existencia terrenal.