Este país es una fantasía, una idea utópica de un loco soñador que terminó desterrado, regresó brevemente, se marchó de nuevo y nunca más volvió, vivo. Este es un pueblo fantasma; el “pueblo blanco” de Joan Manuel Serrat, donde “los muertos están en cautiverio y no los dejan salir del cementerio”.
La idea de fundar esta nación estuvo basada en ideas conservadoras, idealistas y religiosas. Los patriotas creyeron que estaban dadas las condiciones para la separación de Haití, que tuvo el coraje de enfrentar al imperio de Napoleón, convirtiéndose así en la primera nación negra del mundo en hacer una revolución independentista, racial y de liberación nacional, como explica Juan Bosch.
Cuando entraron los haitianos a lo que hoy es nuestro territorio no encontraron ninguna resistencia; entraron como “perro por su casa”. Fueron ellos los que abolieron la esclavitud en nuestro país y adoptaron medidas progresistas. Cuando “invadieron” lo hicieron por temor a que los francejses ocuparan esta parte de la isla para quitarle lo que habían ganado con su lucha.
Pagaron un precio muy alto al imperio francés buscando dinero y riquezas que no existían, lo que hizo que el régimen de Boyer se convirtiera impopular, tanto aquí, como en Haití, donde también surgió un poderoso movimiento en su contra.
En esas circunstancias se desarrollan las ideas nacionalistas encabezadas por Juan Pablo Duarte y Los Trinitarios. Y tienen éxito. La proclama del 27 de Febrero, donde no estuvo Duarte presente, fue tan efímera como la de Núñez de Cáceres, o como el beso de un soldado moribundo a la mujer amada poco antes de ser fusilado.
Este no es un artículo de historia Patria. Habría que escribir como varios libros como lo han hecho Frank Moya Pons y Roberto Cassá. Es más bien es más bien un desahogo que sangra en el tiempo al ver cómo han caído en vano tantos y tantos héroes y mártires hasta llegar a preguntarme si habrá valido la pena. Como dijera el poeta no-haitiano Jacque viau Renaud, que murió enfrentando las tropas norteamericanas en 1965, “nada permanece tanto como el llanto”.
Tanto es así, que, nada más y nada menos que “el poeta nacional”, don Pedro Mir, escribió “Hay un país en el el mundo”, en los años 40, durante la dictadura de Trujillo: “este es un país no merece el nombre de país, sino de tumba, hueco, féretro o sepultura”. El pesimismo ha sido una constante no sólo en la literatura criolla, sino en la cultura nacional. Héctor Inchaustegui Cabral, colaborador del Trujillo, lo refleja en su poema Patria. Lo mismo Abel Fernández Mejía, Manuel del Cabral, René del Risco, entre muchos otros.
Duarte, tan querido y venerado, tan amado por los historiadores tradicionales, le dan un sentido a la patria a través de su pensamiento, más que de sus acciones. El prócer tiene que irse al exilio un año después de la Independencia: 1845, hasta 1964 cuando regresa, casi como un desconocido para unas tareas diplomáticas irrelevantes. Regresa a Venezuela. Muere en Caracas el 15 de julio de 1876, sin pena, ni gloria. Una esquela mediocre, anuncia su fallecimiento.
De su estancia en de 20 años en Venezuela sabemos muy poco. Su hermana Rosa, que murió dos años antes que sus hermanos, Juan Pablo y Celestino, es la que nos ofrece algunos detalles dejando nubarrones sin esclarecer.
La historia de la República Dominicana es una historia de traiciones y engaños, de robos y saqueos, de tiranos sanguinarios, de invasiones extranjeras, de muertes y de sangre, de pobreza y miseria.
Todos los proyectos patrióticos han fracasado o han durado menos que una cucaracha en un gallinero. Los imperios, junto a los traidores nacionales han impedido que gobiernos como los de Francisco Espaillat, Juan Bosch o Francisco Alberto Caamaño, hayan prosperado imponiendo regímenes de justicia y libertad que contribuyeran al desarrollo nacional.
Si Juan Pablo Duarte, el prócer, el ideario, el que lo sacrificó todo, el humanista, el ser humano excepcional, diferente a los demás independentistas del continente de su época tuvo que morir lejos de “la patria bien amada”, ¿por qué no me puedo ir yo como lo han hecho ya más de dos millones de compatriotas? ¿Por qué irme también? ¿Por qué no dejarle lo que eufemísticamente llaman país a miembros del Comité Político del PLD? ¿Por qué no nos vamos todos? O ¿Por qué no se van ellos? No me voy “pal carajo” porque ya estoy viejo para esas aventuras. No tengo fuerzas para escalar “las escarpadas montañas de Quisqueya”, ni para revolucionar otra vez “Ciudad Nueva” o morir, fusil en manos, como los muchachos de Amaury Germán Aristy en su gruta.
El escritor Manuel Núñez lo dijo en 1990. No le creí entonces. Pero es verdad, hoy más que ayer, estamos en “el ocaso de la nación dominicana”, como un velero en medio del océano durante un huracán…