“Ojalá nos reencontremos cara a cara con los níveos latidos de nuestros predecesores, y podamos ser poetas, en ese momento del abrazo místico, en el que todo renace y resuena en bondad”.
No hemos venido al mundo para estar ausentes o pasivos. Despojémonos del miedo. Por naturaleza somos gente de acción y reacción, de camino y de sueños, de hacerse próximo con el prójimo y de volverse amor para crear vida.
Bajo este exclusivo sello de especie pensante vivimos, nos movemos y coexistimos, hasta que la muerte nos abrace y nos invite a ser la rosa que perfume el viento en cada esquina, volviéndonos parte de la liturgia del tiempo, en la que los vivos hallan a sus difuntos, injertando una admirable asamblea de propósitos y enmiendas, que consolidan los vínculos de comunión, enraizándonos poéticamente entre unos y otros, en verdadera contemplación. De esto modo, con esta manera de obrar y ser, compartiremos una tranquilidad que el mundo no nos podrá impedir. Porque si la eternidad nos pertenece por la mística de la cruz, la glorificación de nuestro interior nos alcanza en comunidad, por la espiritualidad de lo que somos, verso en verbo.
En efecto, somos ese poema interminable de gozosas aleluyas por el triunfo del amor, entonado por la métrica de la libertad, y vocalizado por el hondo silencio de los campos del versarse y ocuparse. La paz es posible, por tanto, encontrarla en la memoria de cualquier corazón andante o reposado, que se hubiese dejado cautivar por la estética del universo que le circunda, siempre armónica y siempre recreada de esperanza. La cuestión es acrecentar la vida con nuestros pasos y nuestros pulsos, sin endiosarse, sirviendo en la poética de la construcción. Al ser constructores, por amor de amar, nada se nos resiste. La destrucción es nuestra mayor ceguera. Por eso, es importante que las inútiles guerras cesen, porque son todas destructivas. Ojalá nos reencontremos cara a cara con los níveos latidos de nuestros predecesores, y podamos ser poetas, en ese momento del abrazo místico, en el que todo renace y resuena en bondad; no en vano, se comenta que la muerte es un tránsito hacia ese todo que es el edén, un cambio de misión que nos trasciende y nos propaga hacia un manantial de pureza, hacia un poema habitado únicamente por el amor.
Tampoco perdamos el aliento a la hora de reivindicar el derecho al aire limpio, al agua potable, a los alimentos sanos, a un clima estable, a una biodiversidad próspera y a unos ecosistemas saludables, en conjunción con todos los seres vivos, pues para hacerse amor, antes hay que practicar el corazón, y volverse a la poesía que ya fuimos en otros tiempos y en otros espacios más etéreos. Quizás tengamos que salir de nuestro círculo de avaricias para ser verdaderos donantes de existencias. No es vida vivir en el desamor, en el desafecto de las promesas falsas hacia nuestros análogos, pues aunque las ciudades y los pueblos son hervideros de ideas, comercio, cultura, ciencia, productividad, desarrollo; también hay una falta de alma entre semejantes, que nos lleva a una exclusión como jamás. En ocasiones, se nos olvida de que todos dependemos de todos y que también somos la continuidad del linaje, y aunque diferentes en culturas, la semejanza en la muerte nos versifica en la certeza del recuerdo.
Este encadenamiento vive en cada uno de nosotros, porque es parte de nuestro cohabitar que no se detiene; y nuestro estar ahora en el mundo es, asimismo, porción de nuestro respirar, y así, los cementerios son una lección permanente de amor y vida, un lugar de encuentro entre los que caminan y los que han concluido el camino. Justo, en este preciso momento, en el que tanto hablamos de que los asentamientos humanos han de ser espacios habitables, seguros y con mayor calidad de vida, es menester activar la conciencia con el gran protocolo del amor, que siempre está ahí, en los padres que crían con tanto cariño a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan a destajo para llevar el pan a su casa, en los enfermos y ancianos que sonríen a pesar de los dolores, y que son testimonios capaces de sostenernos y transformarnos en medio de nuestras debilidades. Al fin y al cabo, lo fundamental, es despojarse de mundo para quedarse nada más que con el balada de la vida mansa, con la estrofa de los que acompañan, con la composición de los que auxilian y socorren, porque mantener níveo el himno de la entrega, nos hará genuinamente felices y eternos, aunque solo sea por el aguante, la paciencia y la ofrenda. Verdaderamente en nosotros está impreso el sello del Jesús Amor, que nos da vida; del Dios Padre viviente, que nos pone en camino del encuentro; y del Espíritu encarnado en Santidad, que nos fortalece y nos hace inspiración.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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