El Estado es el responsable de que algunos militares y policías se involucren en acciones indecorosas que terminan afectando la imagen corporativa de las instituciones castrenses.
En principio, se dice que los soldados están entrenados para la guerra y defender la soberanía nacional. Los policías para actuar como auxiliares de la justicia en el combate al crimen organizado y reestablecer el orden público.
Sin embargo, los últimos años hemos visto variar esa filosofía. Algunos militares y policías han terminado sus carreras como vulgares ciudadanos al asociarse con bandas de delincuentes para matar o asaltar bancos y establecimientos comerciales. Otros trabajan como sicarios al servicio de los intereses más bajos de la sociedad.
Las manzanas podridas de los cuarteles (son pocas) han propiciado que la población ya no tenga respeto por los hombres de uniformes, principalmente por los policías.
¿Por qué digo que el Estado es responsable? Porque no crea las condiciones para que estos servidores públicos tengan una vida más digna y no se vean obligados a cometer actos indelicados para mejorar su estatus.
Desde el poder, la clase política ha cualquierizado la función de estos hombres y mujeres al extremo de que los utilizan (sin importar los rangos) para cargarles los portafolios, llevar depósitos a los bancos, abrirles la puerta del vehículo, hacer diligencias con las esposas, los hijos o las amantes.
Además, los sobrecargan con horas de trabajo y les dan órdenes que pocas veces desobedecen, pues siempre están esperanzados de obtener por esa vía un ascenso de rango rápido a través de una recomendación de un funcionario civil, un legislador o un enlace político.
Lo cierto es que, siendo justo, los ciudadanos les tienen más respeto a los guardias que a los policías. La razón es simple: el militar tiene menos contacto con la población. Sale a la calle a patrullar cuando hay una emergencia y no reprime. Los policías viven 24 horas en la calle y se involucran más con las personas.
Los agentes de rangos bajos y medios trabajan horas extensas, padecen precarias condiciones socioeconómicas, con salarios de hambre y acorralados por las necesidades. Muchas veces piden a los ciudadanos para la cena o para llevar dinero a la casa. Pero ese escenario de miseria que padecen, no justifica su inadecuado proceder.
El exceso en la aplicación de la fuerza y la violación al protocolo de rutina han llevado a los agentes a cometer abusos aberrantes contra los ciudadanos.
Las redes sociales difunden a diario imágenes de éstos golpeando con violencia a personas indefensas e insultándolas con palabras descompuestas, en presencia del público.
De igual modo, se les ha visto incursionar en los hogares, sin estar acompañados de un fiscal, a practicar registro domiciliar y hasta matar a individuos, delincuentes o no, que ya se han rendido a pesar de estar presentes niños o ancianos.
Y lo peor de todo (es lo más preocupante) es que suelen justificar esos atropellos argumentando el supuesto “enfrentamiento de disparos” con las víctimas, una frase tan manoseada que ya debe desaparecer por lo desacreditada que está.
Es la cultura de los renegados de los cuarteles, un tributo a la desobediencia y el desorden que padecemos, una patología social que al parecer no tiene solución. ¿Quiénes los apoyan? ¿Por qué persisten esos abusos?
Esas escenas ocurren con frecuencia y el Estado no busca la forma de corregir esos males que han creado desconfianza, recelo y hasta animadversión de la población hacia los policías.
Eso no es bueno. La mayoría de los agentes son honestos, pero los inadaptados hay sacarlos de la institución y hacerlos pagar por sus hechos.