“El sol nace y no espera nada, y lo aviva todo, hagamos lo mismo sin esperar recompensa alguna”.
Nos hemos globalizado, pero aún no fuimos capaces de que el linaje retorne a esa comunión de amor que todos hemos de cultivar, para que el mundo sea una gran familia, donde se respire la generosidad. Precisamente, porque este tiempo navideño es por excelencia la fiesta de los vínculos, hemos de intentar que los buenos propósitos contribuyan a que en los hogares florezca esa entrega gratuita, esa fidelidad a lo que nos une, pues lo importante es caminar juntos, alentarnos unos a otros, que es lo que necesitamos para sentirnos crecidos en el sosiego.
Por otra parte, la verdadera paz con uno mismo, ha de ser un compromiso diario con nuestra propia estirpe. No tengamos miedo a obligarnos para que nuestro corazón se conmueva y responda ante tantos hechos inhumanos que nos producimos, en parte generados por el rencor acumulado y la antipatía cultivada. Por ello, volvamos a esa imagen del Niño de Belén (podemos hacerlo durante todo el año), dejémonos acariciar por sus silencios, hagamos reflexión, y pensemos en esa naturaleza que cuando es respetada, sus frutos son siempre grandes. Por tanto, considerémonos desde el respeto, siempre vivos y siempre consanguíneos. No desperdiciemos las horas de nuestra existencia en darnos pedradas, en ofrecer hielo en lugar de calor humano, vida en vez de muerte.
El sol nace y no espera nada, y lo aviva todo, hagamos lo mismo sin esperar recompensa alguna. Ciertamente, hay mucho de salvaje en nuestras actuaciones. Tenemos urgencia, desde luego que sí, de que el alma de cada cual, nos reavive. Precisamos un espíritu noble para reorganizarnos la creación. Son tiempos difíciles, pero nada es imposible. Lo que se requiere es más afecto del auténtico, al menos para racionalizar los recursos y cuidar nuestro medio ambiente. También se demanda otro aire más humanístico y menos pasivo, con aquellos que piden auxilio.
Naturalmente, precisamos salir de este mundanal orbe de apariencias e ir al fondo de los hechos. La realidad es que la tasa de mortalidad de los migrantes y refugiados, en buena parte del globo, ha comenzado a aumentar trágicamente, así como una creciente xenofobia que nos deja sin verbo. ¡Cuántas necesidades tenemos en el planeta! Algunas son tan evidentes que nuestro ánimo no puede estar alegre, tampoco puede brindar de gozo, porque el panorama de la tierra es tan desolador, que nuestro ánimo no puede permanecer ciego a los grandes sufrimientos. También en este espacio privilegiado, desde el que habito y escribo, creo que nos falta compasión, ponernos en el lugar de esa humanidad desprotegida, o que hierve en guerras, tanto es así, que me siento obligado a hacer de estas noches armónicas nuestros votos navideños.
Vuelve, pues, el calor humano a hacernos ciudadanos de bien; algo esencial para avivar la unidad entre todos, tanto en los principios como en las ideas, en las mismas concepciones de seres pensantes exclusivos en movimiento. Tengamos presente que mientras sigamos divididos, el combate no cesa, porque el odio y la venganza toman acción y fecundan al planeta. Tenemos que aprender a ser una gran familia, y esto sólo se consigue haciendo el corazón, para que nadie se sienta olvidado. Se me ocurre que, como los Magos del Oriente, precursores simbólicos de los pueblos de la tierra, también hemos de activar la buena estrella de la esperanza, empezando por cada cual, produciendo un rayo de concordia cada día. Algo es todo. Recordemos que uno hace familia, al fin, cuando trabaja para donarse, y cuando el intelecto toma conciencia de que en la verdad es donde germina la quietud interna, que es la que nos hace ser mejores moradores, acordes con la llamada de dar fortaleza y de cimentar una reconciliación activa, lo que induce a un estado de la mente más virtuoso, o si quieren, más clemente.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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23 de diciembre de 2018