El año que despunta, más allá de los discursos interesados y las argucias propagandísticas de partidos y líderes, encuentra a la sociedad dominicana en un estado de virtual latencia (o de espasmódica indefinición) respecto del eventual sesgo de las simpatías y preferencias de cara a las elecciones generales pautadas para el año 2020.
Y es que, en efecto, si se hace la salvedad de la preeminencia del peledeísmo como totalidad frente a las demás fuerzas políticas, el panorama actual no está configurado por hechos incontrovertibles o con desenlaces previsibles, sino por situaciones en suspenso o en perspectiva: abundan precandidatos y apetencias, pero nada está claro aún ni en las rollizas filas interiores del partido gobernante (seccionadas básicamente en danilistas y leonelistas) ni en las poco entusiastas huestes de la oposición (sin perfil secesionista, pero con dispersión y peligroso afán protagónico).
En el caso del PLD, están pendientes de dirimir la forma, los alcances y los efectos de la lucha por la candidatura presidencial, una disputa que se refiere tanto a esta última (y a su estrategia de preservación del poder) como al control de la organización para el porvenir inmediato debido, sobre todo, a que es la coraza protectora de sus líderes ante las demandas sociales y las presiones exteriores sobre corrupción e impunidad.
Esas singularidades, obviamente, son las que complejizan y sitúan en trayecto de posible trauma la contienda interior del PLD, puesto que obligan al presidente Danilo Medina a tratar de mantenerse en el poder o a negociar su salida de éste… En cuanto a la primera posibilidad, ya hay un soterrado pero enfebrecido laborantismo preparatorio. En cuanto a la segunda, estaría por verse quien convendría como contraparte de la tratativa: un conmilitón, el expresidente Leonel Fernández, una figura del grupo de éste potable para todos, o uno de los líderes de la oposición.
Desde luego, y como si tratara de una vuelta de tuerca histórica, la desdicha del sector que encabeza Fernández (que es igualmente barrera de las expectativas de los grupos satélites del danilismo con aspiraciones autónomas) es la misma del proceso de 2015-2016: todo sigue girando alrededor de lo que decida al tenor el presidente de la república, un hombre que ha demostrado ser un gran dechado de pragmatismo, pero también dueño de tremendas agallas personales.
Y -¡ojo!- ese protagonismo potencialmente decisorio del mandatario no es solo hijo de las consabidas aberraciones hiperpresidencialistas de nuestra democracia: también se alimenta del hecho ostensible de que él, aunque ha estado perdiendo popularidad en la medida en que el gobierno envejece y aumenta la desilusión de la gente con sus ejecutorias, no ha sido contestado exitosamente por el liderazgo opositor (incapaz hasta ahora de sacarle provecho a sus errores, forúnculos y falencias) y, si descontamos las dulzonas apelaciones de la poética partidista, continúa siendo la opción político-electoral de mayor presencia y prominencia en el país.
En ese sentido, no se incurre en exageración al presumir que el problema político-personal que encara en estos momentos Medina es parecido al que encaró Fernández en 2012: cómo descender de las escalinatas palaciegas sin que su sustituto le haga a posteriori la vida imposible (o permita que se la hagan) en un entorno continental caracterizado -valga la insistencia- por los apremios para que se derrumben altares y santos sobre unas piras locales que han involucrado no solo cenizas sino también brasas para los incumbentes caídos.
Y -que no se olvide- desde la propia perspectiva palaciega la solución a ese problema no puede ser la misma de 2012 justamente porque se le ha jugado con escasa limpieza al leonelismo demasiadas veces, y aunque éste pudiera estar dispuesto a cualquier cosa para colocarse en la senda de la reconquista del poder (lo que resulta evidente en la sed de mando que exhibe), el danilismo está persuadido de que cualquier pacto para el mantenimiento de la unidad interna que supusiera esto último no necesariamente le garantiza inmunidad ante el reconcomio, la retaliación y la mencionada presión vernácula o del exterior.
¿Y Fernández? ¿Estaría dispuesto a tensar la cuerda hasta consumar, si es necesario, la ruptura? Si bien la división del PLD parece inevitable en el porvenir (porque ya no es posible la cohabitación de dos líderes tan inflados, enconados y encarados), su contrariedad estriba en que (a despecho de que políticamente esa podría ser una salida honorable y de alto contenido estratégico, acaso emulando la “Tesis Betancourt”) ni en el plano personal ni como grupo puede actualmente darse el lujo de descuidar la espalda porque todavía es un blanco fácil de la represalia del poder y de los anhelos justicieros de los movimientos ciudadanos anticorrupción.
Así las cosas, y que se perdone al autor de estas líneas por su franqueza, “esperar” hasta marzo para tomar una decisión sobre si se aspira o no a una repostulación a pesar de que se lo prohíbe clara y terminantemente la Constitución (ya no tan “simple pedazo de papel” como antes, pero sí modificable con la mera suma de la decisión palaciega y el “poderoso caballero” aludido por el clásico español) parece un acto de impotencia política (destinado a ganar tiempo) y no de fina táctica, lo que no significa que le produzca algún perjuicio final a Medina o que le impida alcanzar objetivos que por el momento son solo especulaciones y burbujas tácticas.
En otras palabras: la situación del PLD para las elecciones de 2020, como ya se insinuó, es bastante peliaguda, y como se sabe que muchas veces el hartazgo generado por el ejercicio prolongado del poder embota el raciocinio político, harían bien sus funcionarios, líderes, dirigentes y militantes si se preparan con tiempo y adecuadamente para cualquiera de las dos opciones que se tiene al participar en el combate democrático: ganar o perder… Nada es inequívoco, pero tampoco ensueño.
Naturalmente, lo que se acaba de decir no es un pronóstico ni algo que se le parezca, pues para que un partido pierda el poder no basta con que esté dividido, desgastado o desacreditado: también se necesita que exista una atmósfera político-social favorable a su derrumbe y, sobre todo, un reemplazante con imagen de tal: con convicción, fuerza, determinación y agudeza… Y no es esto, precisamente, lo que hemos estado observando entre nosotros y hasta ahora.
Por de pronto, ciertamente, la oposición dominicana, como se insinuó arriba, presenta perfiles de fragmentación, debilidad orgánica, falta de identidad, poca iniciativa y manejo torpe del discurso y la táctica, e incumple su papel institucional por una razón que casi nadie quiere airear: la mayoría de sus dirigentes cupulares son empresarios o aspirantes a ello (su racionalidad es la del negociante, no la del político)… Únicamente los que son militantes “de raza” o de ideología, algunos con funciones congresuales, adversan al PLD y al gobierno con retórica y actitudes valientes, frontales e inteligentes… Los restantes, valga la insistencia, “ejercen” como opositores oficiales, pero no llegan a serlo de verdad porque se lo impiden sus intereses empresariales o de “búsqueda”.
Una parte de esa oposición en estos momentos está representada casi exclusivamente por el PRM, una entidad que posee una gran militancia (buena parte de extracción perredeísta y de la antigua izquierdista marxista, y por cierto cada vez más distante de sus raíces socialdemócratas y socialistas) y una estructura que sin dudas acusa cierta solidez pero cuyo talante ideo-político no acaba de precisarse (oscila constantemente entre el liberalismo, el conservadurismo y el nihilismo en el manejo de los tópicos de principio), y que, acaso por ello mismo, no ha logrado crecer en términos de preferencias electorales hasta convertirse en una verdadera opción de poder: mucha gente que está hastiada del peledeísmo lo ve como “más de lo mismo”.
La otra parte (más opositora que la anterior) es la encarnada por el movimiento ciudadano (fundamentalmente de clase media), los grupos de la izquierda social, las personalidades de cultura marxista, socialdemócrata o socialcristiana, y los ultranacionalistas (desde la FNP hasta el nieto del dictador), que si bien han logrado movilizar la conciencia colectiva frente a temas concretos (impulso de la educación, protección del medioambiente, combate de la corrupción y la impunidad, histeria antihaitiana, etcétera) no han cuajado como balance de poder frente al gobierno o cabeza de turco para su derribo electoral… Esta franja opositora constituye hoy la porción más sana y crítica de la sociedad, pero su victoria esencial ha consistido en que logró que la insípida e inefectiva oposición política se colocara detrás suyo culebreando como cola de cometa.
En el marco de tal panorama, parece poco importante quien sea el candidato presidencial de la oposición (sin desconocer que el licenciado Abinader aparece puntero al respecto en todos los muestreos de fiar), y que las verdaderas urgencias de ésta residen en superar el estado de dispersión en que se encuentra, elaborar un discurso que ilusione y esperance a la clase media no cooptada, reducir el besuqueo con el conservadurismo (que ya está afincado políticamente en el peledeísmo, y nadie lo va a apartar de ahí) y adoptar y agitar un programa socio-liberal o socialdemócrata que le garantice a los pobres mejores condiciones de solidaridad estatal que las vigentes.
En suma: si bien es cierto que el peledeísmo gobernante presenta serios y notorios desgastes en el ejercicio del poder (debido a la multiplicidad de factores citados con anterioridad) y, por consiguiente, en estos instantes aparenta más débil en términos políticos que en 2016, únicamente una acción opositora concertada, firme, perspicaz y con personalidad ideológica propia (haya o no cisma en aquel) pudiera hacer posible que el actual panorama político (de latencias y vaguedades) evolucione a su favor… Todo lo otro es intención de la buena, pero nada más.