En este principio de año hemos sido escandalizados por hechos violentos que, aunque separados, penden de la misma soga: sensación de sus protagonizadores de que les protegerá la impunidad, porque la justicia, en algunos temas, acusa limitaciones.
Hablo de la muerte de un raso del ejército en la provincia fronteriza de Elías Piña, ocasionada por los disparos de presuntos microtraficantes de drogas de nacionalidad haitiana,mandados a detener; la muerte de un coronel de la Policía en Baní, por disparos de operadores de un punto de drogas; el lanzamiento de excrementos en la parte frontal del edificio de las Suprema Corte de Justicia; y, la recepción a pedradas dispensada a una patrulla policial que hacía diligencias investigativas sobre la muerte del coronel Daniel Ramos Alvarez.
Los haitianos que dispararon contra los agentes del CESFRONT, en Elías Piñas, lo hicieron porque saben que internándose en su país resultarían prácticamente inubicables para las autoridades dominicanas; los que dispararon contra el coronel saben que envían un mensaje tan aterrador que rebasa las posibilidades de sanción de las instancias judiciales de Baní; los que lanzaron paquetes de excrementos al edificio de la Suprema Corte de Justicia sabían que no serían objeto de sanciones mayores a la de presentación periódica, y, los que apredrearon desde un barrio a la Policía, saben que, a cambio, no recibirán ningún tipo de sanción. Los cuatro casos confluyen en deficiencia de la justicia.
Con una frontera abierta y al otro lado un estado fallido, caracterizado por la indocumentación, son escasas las posibilidades de instrumentar un expediente, ubicar al delincuente y condenarlo; el que mata un coronel demuestra claramente que no le importa la vida de nadie, sobre todo cuando nuevas muertes no le suman dificultad, porque no hay cúmulo de penas, mensaje bien entendible para los fiscales y jueces que les toque juzgar al cabecilla de una organización de narcotráfico en una provincia, y los falpista saben que con su capacidad de chantaje, más el temor de victimizarles, su insolencia tendría más notoriedad que sanción.
Cuando se alude a la debilidad de la justicia por lo general lo que se quiere focalizar es que se encuentra maniatada para sancionar los hechos de corrupción en los que incurren politicos y funcionarios en el poder, y, aunque hay razón, para que exista esa percepción, su mayor debilidad está frente a actores como los que han acometido los citados hechos.
La causa principal de insatisfacción es la grandilocuencia con las que se presentan públicamente los expedientes, más dirigidos a la espectacularidad y a satisfacer el morbo público, que a probar con especifidad, las transgresiones cometidas. Ante mucha espuma y escaso chocolate o no hay condena, o no se produce al nivel que la gente espera.
Pero el cuco de los fiscales y jueces, no son los políticos, cuyas armas de defensa son mediáticas y jurídicas; que por lo general llegan juzgados y condenados por la opinión pública, la gran debilidad es frente a los justiciables que representan sería amenaza para la integridad física de sus persecutores y sus familiares, y que sólo dejan dos opciones: plegarse o plomo.
Si hay la aspiración de que un caso como el vil asesinato del coronel Ramos Alvarez, no quede impune, debe conocerse fuera de los límites de una jurisdicción como la de Baní, porque lo único que ha querido probar de forma inequívoca el responsable de ese hecho es su temeridad.