El lunes 7 de los corrientes, aproximadamente a las 4 y media de la tarde, mi esposa, que se encontraba esperándome sentada en una de las cafeterías de cierto centro comercial, de súbito se sintió mareada, con la visión borrosa, una parte de la cara contraída y dificultad para ponerse de pie y caminar.
Por fortuna, cuando empezó a experimentar esos malestares una joven llamada Patricia (desconocida hasta entonces para nosotros) le prestó atención y estuvo con ella hasta que yo llegué (talvéz cinco minutos después). Tan pronto me apercibí de los síntomas que presentaba (y de que tenía la boca ligeramente torcida y estaba hablando de manera incoherente), decidí llevarla a la emergencia del Hospital General de la Plaza de Salud, que es el establecimiento médico donde operan desde hace muchos años los especialistas con los que ella y yo nos tratamos periódicamente de manera rutinaria.
Llegué al área de emergencia del citado plantel hospitalario con mi esposa prácticamente sin fuerzas para sostenerse (por lo que tuve que arrimarla a mi hombro derecho) y con evidente agravamiento de los síntomas mencionados, por lo que de inmediato me apersoné a la recepción y, tras esperar que una de las incumbentes terminara de hablar por teléfono, le comuniqué las razones por las que nos encontrábamos allí. La respuesta de la joven recepcionista, sin ni siquiera mirar a mi esposa, fue cortés pero cortante: "Siéntese con ella, que una enfermera la va a ver ahora". Como soy de las personas que respetan las reglas y los protocolos, hice lo que me indicó.
Sin embargo, debido a que transcurrieron más de treinta minutos y nadie había aparecido para ver a mi esposa (que cada vez aparentaba estar en peor estado de flaccidez y perturbación mental), volví a la recepción y le recordé a la joven que estábamos esperando por atención, y su respuesta en esta ocasión fue medio lunática: "Ah, ¿no la han atendido? Bueno, de todas maneras siéntese de nuevo que ahora la van atender". Un poco exasperado por el aire de desgano que observé en ella, le digo: "Joven, pero usted ni siquiera me ha preguntado por el nombre de la paciente", y entonces me contesta: "Ah, sí, es verdad.. Deme su nombre y su número de cédula", a lo que accedí mientras ella escribía en su computadora.
En el ínterin, debido a que había dejado mi vehículo estacionado frente a la emergencia (porque obviamente no podía dejar a mi esposa sola), el portero había ido dos veces al lugar donde me encontraba para apremiarme a fin de que lo "moviera" de ahí. En ambas ocasiones, le pedí que me permitiera un momento porque no podía dejar a mi esposa sin compañía dado que se encontraba casi sin consciencia, y él me espetó invariablemente: "Ok, pero busque a alguien que le ayude, porque ese vehículo no puede estar parado ahí". Yo había llamado ya por teléfono a mis hijos, y estaba en espera de que llegara alguno de ellos para obtemperar a ese requerimiento enteramente comprensible.
No obstante, cuando por tecera vez se me acercó el mismo portero y me reiteró la solicitud, opté -entre preocupado y avergonzado- por preguntarle a una señora que estaba a mi lado que si ella me podía hacer el favor de mirar a mi esposa durante un minuto para irme a aparcar el vehículo. Lo que me contestó la señora, por cierto de muy mala manera, me dejó estupefacto: "No, yo no puedo encargarme de nadie". Más aún: a pesar de que la señora prácticamente me escupió de manera sonora su respuesta, ninguno de los muchos concurrentes se ofreció a brindarme alguna ayuda, por lo que tuve que hablarle a mi esposa al oído, sin saber si me entendía, pidiéndole que no se moviera de ese asiento, y corrí al vehículo y aceleradamente lo llevé al aparcamiento mas cercano, distante unos doscientos metros, retornando “con la lengua afuera”.
Debían ser cerca de las seis y media de la tarde (es decir, una hora y media después de haber arribado al hospital en alusión) cuando vi a un joven médico de tez morena con una lista de pacientes haciendo una especie de ronda entre las personas que aguardaban en la sala de espera de la emergencia para determinar a quienes atender primero. Como pasó a mi lado y no pretendía ver a mi esposa, lo tomé suavemente del brazo y le dije, señalándola: "Dr., usted no ha visto a esta paciente", a lo que replicó con tono de fastidio: "Ella no está en mi lista". Por supuesto, yo le respondí: "¿Y cómo usted sabe que no está en su lista si no me ha preguntado por su nombre?" Entonces, sin cambiar el gesto de hastío de su rostro, me pidió el nombre de mi esposa, y yo mismo, poniendo la vista en la hoja que él tenía entre sus manos, se lo señalé, haciéndole ver que -efectivamente- sí estaba en “su” lista.
Ahora bien, lo verdaderamente macondiano vino después: el joven facultativo ni siquiera se molestó en mirar a mi esposa, sino que nos preguntó a mí y a mi hijo (que acababa de llegar) sobre “lo que le había pasado a la señora”. Y luego de que le informamos en detalle lo que era evidente por su sola presencia, con voz apagada y aún sin mirarla, dijo que ella era una paciente que necesitaba una cama, pues no se podía dejar en una silla dentro de la emergencia, pero que, puesto que no había disponible y varias personas estaban en turno primero que ella, teníamos que esperar “un buen tiempo”, y de inmediato nos dio la espalda y se marchó raudamente, desapareciendo tras la puerta de ingreso al área de atención clínica.
¿Leyeron bien? Mi esposa estaba sentada en una silla en la sala de espera, pero no la podían ingresar porque adentro sólo había sillas disponibles, por lo que teníamos que aguardar turno en aquella silla de afuera que parece que no era silla (discúlpenme el casi trabalenguas) tanto para el joven médico como para la enfermera que lo acompañaba (secundándolo en todo lo que decía), una mujer de mediana edad (alta y también de tez oscura) que, por cierto, me gritó con registros casi animales (como diciéndome: “¿Es usted sordo, estúpido?”) ante varias dudas que manifesté respecto de respuestas de aquel que yo no escuchaba bien por lo inaudible de su voz y el bullicio reinante.
Mi hijo y yo terminamos rabiando de indignación ante lo que estábamos viviendo (sobre todo, porque -sin ser médicos- teníamos una idea de lo grave de lo que le estaba pasando a mi esposa), y decidimos que nos iríamos a otro lugar tan pronto llegara una de mis hijas que estaba de camino hacia la Plaza de la Salud. Por ventura, ella (médico residente de cirugía pediátrica en otro hospital) llegó en unos minutos, y al ver a su madre como se encontraba prorrumpió en sollozos mientras nos decía: "Es un ACV que tiene, y tenemos que sacarla de aquí porque necesita atención inmediata", por lo que la condujimos rápidamente a un reconocido establecimiento hospitalario ubicado en las vecindades.
En la emergencia de ese centro de salud (cuyo nombre no menciono para que nadie piense que le estoy haciendo publicidad) mi esposa fue recibida con celeridad, profesionalidad y amabilidad, y la joven médico residente que la vio, tras hacerle una breve auscultación, compartió la inferencia: la paciente parecía estar cursando un Accidente Cerebro-Vascular (ACV) y era urgente y necesario medicarla y darle las atenciones correspondientes. Luego llegaría una atenta y competente neuróloga, quien ordenó hacerle los estudios de rigor para confirmar el diagnóstico presuntivo. Estos estudios terminarían confirmando la ocurrencia de un ACV, y mi esposa fue remitida a la Unidad Cuidados Intensivos para tratamiento, seguimiento y determinación de los posibles daños (y sus alcances) causados por el evento en referencia. En Cuidados Intensivos también recibió excelentes atenciones por parte de un personal médico de trato exquisito, evidente competencia y comportamiento absolutamente profesional.
Gracias a Dios y a los médicos de ese prominente centro de salud, mi esposa ya está totalmente recuperada (apenas le quedó como secuela una ligera molestia en el hombro izquierdo), luego de permanecer casi una semana interna, pero desde aquel lunes aterrador una pregunta ha estado rondando mi cabeza: ¿Qué habría ocurrido si hubiéramos acogido la desaprensiva e inepta decisión-recomendación del médico que nos atendió en la emergencia del Hospital General de la Plaza de la Salud y, en consecuencia, nos hubiésemos quedado esperando toda la noche allí hasta que apareciera una cama?
No tengo ni puedo tener nada contra ese ese gran hospital, y al escribir estas notas (porque sé que si me quedo callado estaría sumándome al bando de los calzonudos y los peleles) simplemente estoy haciendo lo único que puedo hacer como ser humano y como ciudadano dominicano: dar testimonio de la terrible experiencia vivida en el mismo (un centro que hasta hoy consideraba modelo de funcionamiento y atenciones), y manifestar mi íntima conmoción ante la deshumanización, la desidia, la falta de vocación de servicio y la incompetencia de algunos miembros del personal médico y paramédico del país.
Y que conste, para los que llevan anotaciones: mi esposa (la paciente de emergencia tratada como un objeto en la Plaza de la Salud) y mis dos hijas (una reside aquí y la otra en Estados Unidos) son médicos, la primera graduada en la UASD y las últimas en UNIBE, y han ejercido o ejercen sus carreras en hospitales de esta tierra de nuestros amores y nuestros dolores.
(*) El autor es abogado y politólogo