En ocasiones cuando presto atención a representantes de grupos minoritarios en República Dominicana identificándose con el régimen de facto de Nicolás Maduro en Venezuela, incluso planteando similitudes entre la situación política que vivía nuestro país para abril de 1965 y la que atraviesa actualmente Caracas, la idea que me asalta es que estamos frente a fanáticos de causas perdidas que viven aún los sueños de las décadas de los años 60-70, sin querer despertar de las pesadillas y fracasos que han acumulado.
Juan Bosch fue electo Presidente de la República en unas elecciones libres y democráticas celebradas el 20 de diciembre de 1962 con el voto favorable de 619,491 dominicanos, casi el 60% de los sufragios, y siete meses después de asumir el cargo es derrocado por una conspiración cívico-militar.
El régimen de facto que se instaló apoyado por los militares y la derecha castró todas las expectativas de paz y progreso que había generado el gobierno de Bosch, amén de las violaciones atroces a los derechos humanos, las libertades públicas y el socavamiento del orden democrático y constitucional.
La resistencia y la rebelión de quienes protagonizaron aquel levantamiento armado contra el Triunvirato la tarde del 24 de abril de 1965 era más que justificada: se alzaron por el respeto al orden democrático y en contra del crimen, la represión y la negación de todos los derechos y libertades consagrados en la Constitución de 1963.
Si alguna similitud existe entre aquella época y la que vive actualmente Venezuela es que Maduro encabeza un régimen de facto similar al que se instaló por la fuerza en este país entre septiembre de 1963 y abril de 1965.
Maduro, que hereda el poder tras la muerte del carismático Hugo Chávez Frías, se presenta por primera vez a unas elecciones aceptadas como democráticas el 14 de abril del 2013, obteniendo el triunfo con unos reñidos resultados (50.61% a 49.12%) frente a Henrique Capriles, en una clara evidencia del desgaste del chavismo, pese a que el candidato oficial obviamente se benefició de lo que algunos expertos definen como el “voto emotivo y solidario” ante el fallecimiento un mes antes del comandante de la “Revolución Bolivariana”.
Pero esos reñidos resultados marcaron el distanciamiento de los remanentes del chavismo con su pueblo. Es el momento en que el régimen de Maduro comienza a mostrar incapacidad gerencial, registrando claros y graves desaciertos de política económica que rápidamente impacta en lo social: Quiebra de empresas, y por vía de consecuencia, miles de empleos se pierden, escasez de alimentos, deterioro del tipo de cambio y una inflación que al día de hoy supera el millón por ciento, la más alta del mundo, según organismos como el Fondo Monetario Internacional, CEPAL y el Banco Mundial.
Es por eso que en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, la Mesa de la Unidad Democrática gana 112 de los 167 diputados de la Asamblea Nacional (56,2%), constituyendo la primera victoria electoral de peso para la oposición en 17 años, pero sobre todo, poniendo en evidencia la creciente impopularidad del régimen que a partir de entonces se torna más represivo e intolerante.
Maduro, junto a contados aliados internacionales, están jugando al tiempo. Han forzado la salida del país de más de dos millones de venezolanos, la oposición no ha actuado monolíticamente unida, algunos de sus líderes han cedido al chantaje, al soborno o recurrido al exilio evitando la cárcel o el cementerio. Solo hay que recordar que en un período de tan solo tres meses en 2017, más de 100 personas murieron en Venezuela víctimas de la represión contra las protestas populares que se escenificaron en todo el país contra la dictadura de Maduro.
Para que se tenga una idea del desastre económico en que el chavismo ha sumido a Venezuela solo hay que consultar recientes estadísticas aportadas por el Fondo Monetario Internacional que demuestran que entre el 2013 y 2019 el PIB venezolano ha caído a la mitad por el hundimiento de la producción petrolera y el empeoramiento de las condiciones de sectores no ligados a la energía.
Ya en octubre, según cita el periódico español El País, el Fondo apuntaba que la caída de la economía venezolana se habría contraído en un 14% en 2017, y que esperaba que a cierre del año pasado la caída fuera de otro 18%, más un 5% adicional para este ejercicio. Hay que remontarse hasta 2013 para encontrar un año en el que la economía del país creciera un 1,3%. Desde entonces, el PIB venezolano se ha contraído un 49,6%, una realidad espantosa que no es atribuible al aislamiento internacional, sanción que toma mayormente vigencia desde mediados del 2017 en respuesta a la cruel represión del régimen contra sus opositores.
Estamos hablando de un régimen que se colocó en la ilegitimidad cuando en agosto de 2016 dispone de golpe y porrazo la disolución de la Asamblea Nacional para sustituirla por un órgano inconstitucional complaciente y plegado a sus intereses, que se burla de interlocutores válidos y bien intencionados, como fue el caso de República Dominicana, adelantando la fecha de las elecciones de 2018 con el único objetivo de hacer fracasar la iniciativa de diálogo que apoyaba la comunidad internacional.
Todos conocen los amañados resultados de esa segunda “elección” de Maduro, presentándose virtualmente solo a un certamen en el que impuso condiciones para forzar la abstención de la oposición. ¿Entonces, de qué legitimidad puede hablar un régimen que se comporta con tal desvergüenza e ilegitimidad?
Maduro y quienes secundan su régimen han cerrado las puertas a toda salida pacífica y democrática a la crisis, y al igual que otros actores en el campo internacional, parezco entender las repetidas advertencias de Washington de que “todas las opciones están sobre la mesa” para que en esa nación suramericana resurja la esperanza, la paz y la felicidad de un pueblo abandonado a su suerte.
Este régimen ilegítimo se sustenta en las bayonetas, no en la legitimidad que soberanamente delega el pueblo. La firma Datanálisis, una de las más prestigiosa firma encuestadora venezolana, registra que a finales del año pasado, 8 de cada 10 venezolano describía negativamente su día a día. Maduro ha demostrado hasta la saciedad que ni le interesa el diálogo y mucho menos convocar a elecciones libres y democráticas supervisadas por la comunidad internacional, amén de que controla todos los poderes, incluidos la Corte Suprema y el Consejo Electoral. Si cierra todas las vías posibles a una salida negociada, política, con actores venezolanos, entonces la conclusión es sencilla: La solución tiene que ser impuesta desde afuera.