Durante muchos años vengo escuchando la voz impotente de los que, llenos de rabia e indignación, claman a viva voz: ¡Aquí hace falta un Trujillo! Otros gritan: ¡Cuánta falta hace el Jefe! Muchos añoran la “Era del Jefe”.
Llaman a las estaciones de radio y lo proclaman como la única salvación, lo escriben en las redes sociales, lo comentan en los parques y en las reuniones entre familiares y amigos; no pocos se llenan de nostalgia escuchando los merengues del Jefe, y más de uno lo recuerda en algunos salones de las ciudades bailando con damas que no podían negarse aún frente a sus maridos.
“Cuándo el jefe se dormía con las puertas abiertas y no pasaba nada”. “Se podía caminar por las calles sin que te asaltaran, violaran o te mataran”. “Yo hice un sexto curso cuando Trujillo y era más que el bachillerato de ahora”. “Había orden y disciplina”. “Trujillo no le comía pendejada a los haitianos”. Trujillo esto, Trujillo aquello. Lo que parecen no recordar es que Trujillo era un déspota sin cultura, sin sensibilidad humana, asesino implacable, ladrón sin escrúpulos.
Trujillo era un ser despreciable, una bestia, caníbal, un crótalo venenoso, un monstruo que mataba por placer, como si la sangre, el llanto y el luto de los demás lo llevara al orgasmo. El país era suyo, las tierras con todas sus riquezas, la gente con el ganado incluido. Todo lo pertenecía porque todo se lo robó dejando una estela de muertos a su paso. “En esta casa Trujillo es el jefe”. Más que “el jefe”, era el dueño. Impuso el terror en cada hogar destruyendo familias a través de la desconfianza. Los “calieses” infiltrados en todos los lugares. Los “cepillos” (carros Volkswagen) rondando las esquinas atemorizando a los caminantes, ahuyentándolos, apresándolos, torturándolos, desapareciéndolos.
Nunca se sabrá con exactitud, pero se estima, conservadoramente, que la dictadura de Trujillo, que se extendió por más de 30 años, le costó al pueblo dominicano más de 50 mil muertos, la mayoría asesinados en sus hogares, en las cárceles, en los centros de torturas, desaparecidos, etc., sin haber cometido delito alguno. Cualquier comentario en una escuela, universidad, trabajo, oficina, un parque, incluso en el hogar, que pudiera interpretarse como una crítica al Jefe o al régimen, provocaba la prisión, la tortura, la desaparición o simplemente la muerte.
República Dominicana era una finca amurallada de Trujillo con 48 mil kilómetros cuadrados, 9 provincias y cerca de 3 millones de personas, donde nadie podía entrar o salir sin su permiso, pues tenía un ejército de matones.
Los derechos humanos establecidos por las Naciones Unidas terminada la Segunda Guerra Mundial, no existían. El derecho a la vida, a la dignidad, al trabajo, a la sindicalización, al tránsito, a la expresión y difusión del pensamiento, a la libertad y la justicia, desaparecieron durante la Era del Jefe.
En nuestro país, pues, no hace falta “otro Trujillo”; es decir, otro asesino y ladrón, violador de los derechos humanos, otro dueño de todo y de todos, aquí lo que hace falta es un sistema auténticamente democrático, donde se respeten las instituciones, la Constitución y las leyes se cumplan, con un régimen de consecuencias para los violadores de las mismas. Tolerancia cero para la corrupción, el narcotráfico y el crimen. No más impunidad. Aquí hacen falta presidentes honestos y trabajadores por el bien común, que garanticen la alternabilidad, no sinvergüenzas cómplices de los corruptos que quieran eternizarse en el poder.
Este país precisa de un modelo distinto, que invierta en salud, educación, vivienda, que genere fuentes de empleos, con una verdadera separación de poderes. Un Congreso independiente, un Ministerio Público independiente, un sistema judicial independiente. Solo así avanzaremos, no con otra dictadura.