La desintegración de la familia, la exclusión social, la falta de educación, el desempleo, el consumismo, el afán de lucro, la corrupción, la ausencia de justicia y la impunidad son los elementos causales, entre otros, naturalmente, de los elevados y preocupantes niveles de criminalidad que vivimos los dominicanos, ante la mirada indiferente del presidente de la República, el cual estará en cualquier cosa, menos en garantizar seguridad ciudadana.
(Y es una pena. ¡Usted sabe el dinero que se ha cogido prestado el país, el dinero perdido en corrupción, clientelismo y politiquería!).
El problema de la criminalidad amerita estudios sicológico y sociológico, porque esos jóvenes que participan en actos delictivos en su mayoría provienen de hogares desintegrados, con la ausencia del padre en el menor de los casos, desertaron de las escuelas y sólo procuran tener tenis, ropas y celulares de marca; quieren tener vehículos de motor, consumir whisky y acudir a las discotecas famosas, que son precisamente en las que frecuentan sus ídolos artísticos.
Se trata de jóvenes que arrastran graves traumas desde su niñez, sin empleo y con deseo de alcanzar grandes cosas materiales, caldo de cultivo para el vandalismo y la delincuencia, con la agravante de que no hay políticas de orientación desde el gobierno. ¿Qué hace la Procuraduría General de la República para contrarrestar esa problemática? Nada.
Carecemos de un sistema carcelario decente y eficiente. Y ni hablar del desastre que constituye la justicia dominicana, con una inmensa cantidad de jueces corruptos, cuyo único requisito que les exigieron es pertenecer al Partido de la Liberación Dominicana. Así no puede impartirse justicia ni puede haber sanciones ejemplares para la corrupción ni para el crimen organizado.
Cada vez que se producen hechos delictivos, que estremecen a la sociedad, los autores materiales supuestamente estaban cumpliendo condena carcelaria por hechos anteriores. A veces los sacan de las cárceles con la encomienda de la comisión de nuevos actos criminales. ¿Quién los saca de las cárceles? Y el presidente de la República guarda silencio, nada dice.
Lo peor del caso es que mucha gente piensa que la criminalidad se limita a los jóvenes rateros de los barrios. Inclusive algunos —por ignorancia, por un lado, o por cortar por el lado flaco de la soga, por otro
lado— sugiere que a los “delincuentes se les dé para abajo”, es decir, que la Policía los ejecute, a pesar de que nuestras leyes no contemplan la pena capital y en el hipotético caso de contemplarla es a la justicia que le corresponde emitir sentencias.
Obvian que la gran criminalidad es la de cuello blanco y no ha habido la menor voluntad del gobierno para erradicarla de raíz. ¿O acaso se ignora que los puestos regionales de la Policía Nacional y la DNCD los oficiales tienen que comprarlos a un costo millonario? Pero esos millones se multiplican dando luz verde a las operaciones del crimen organizado en sus más diversas manifestaciones.
Otra cosa: ¿Es un secreto que candidatos presidenciales, que luego se convierten en presidentes, reciben dinero del narcotráfico? El que recibe plata de un narcotraficante no tiene moral para sancionar nada y opta por hacerse de la vista gorda. No digo que ese sea el caso nuestro, pero tampoco lo descarto.
La verdad es que la población dominicana no conoce a los narcotraficantes, un narcotraficante se conoce cuando cae en desgracia política, producto de las propias divisiones que se registran en los organismos que están supuestos a enfrentar la criminalidad. O ante la comisión de excesos cometidos que provocan la intervención de las autoridades de Estados Unidos.
Y cuando Estados Unidos interviene no faltan voces que alegan injerencia, porque también los corruptos y criminales saben disfrazarse de patriotas, nacionalistas y hasta de antiimperialistas cuando sus intereses están en juego.
El hecho es que el problema de la criminalidad tiene demasiados componentes, es complejo y difícil, por los intereses envueltos, pero las causas están a la vista, no se puede atribuir carácter espontáneo. Lo que se impone es la lucha por la erradicación definitiva y alcanzar, cueste lo que cueste, un país seguro.