Con motivo de conmemorarse este domingo el día de los Padres en los Estados Unidos, luego de una pausa de varias semanas tras la puesta en circulación del libro Diáspora y Desarrollo: ensayos sobre el presente y el futuro, resulta propicio retomar el rumbo de las letras y acorde a la fecha dar cumplimiento al ideario de José Martí, para con todo hombre.
Desde la infancia y la adolescencia, quienes me conocen saben que tardé mucho en aceptar mi condición de persona bicultural, a pesar de haber sido eso desde el más antiguo recuerdo. Tanto era la indiferencia que nunca cedí a la nueva ciudadanía que podía corresponderme, vía naturalización de mi madre, antes de cumplir los dieciocho años. Desde niño, ser identificado como dominicano era esencial para mí.
Reservé lo de ser ciudadano americano hasta la adultez ya que no impedía mi nacionalidad y condición de dominicano. Pareciera una decisión egoísta, pero el privilegio que resultara del sacrificio de la abuela, solo lo acepté como permanente cuando las exigencias de la “tarjeta de residencia”, y su impertinente logística de tener que ir y venir constantemente, por la presencia física que esta requería, podían ser aliviadas con solo asumir ese paso. Insensible acción, pero cierta.
No obstante, acepto hoy que haberlo hecho antes o después por razones correctas o no, tampoco invalidaría la esencia de quién fui o terminé siendo. Esas acciones fueron las de un joven hombre en proceso de formación. Una acción más acorde con el desconocimiento de un adolescente, cuya identidad, personalidad y potencial trayectoria, aún estaban en transición hacia las de un adulto.
Entre las mujeres que ayudaron a criarme se destacó un puñado de hombres de gran influencia. Algunos escogidos; otros impuestos, pero todos apreciados. Uno de ellos lo fue René Marino García. Un cubano y microempresario a quien conociera en sus treinta y tantos años, justo cuando la adolescencia me pedía una figura paterna más asequible. A René, siempre le llamé “Blood”. Un apodo que surgió de los compañeros afroamericanos con los que compartía bachillerato en la legendaria Miami Senior High. Traducido desde el inglés “Blood”, de mi “sangre”, el pronombre hacía referencia al cariño y al agradecimiento que siempre le guardé.
René llegó a la vida de mi mamá para garantizar que las sombras ya no predominaran sobre su existencia y las nuestras. Y al poco tiempo, este noble trabajador y desprendido hombre oriundo de Puerto Padre, provincia de Las Tunas, Cuba, se convirtió en mi padrastro, motivador y protector. Sin jamás exigir algo a cambio. Ni mucho menos querer superar la figura de mi padre biológico, que llevaba dentro. Haciéndolo tal como hacen los cubanos con los suyos. Porque les nace del afecto y del corazón.
Aprendí tanto de él como de los amigos cubanos de mi adolescencia la importancia de la libertad y de la democracia. Y de cómo, a pesar de haber tenido que quemar sus naves, ellos nunca dejaban de ser de su único lugar de origen. Siguen siendo cubanos dondequiera que estén. La nobleza que Blood mostró durante décadas hacia mí y los míos es una muy particular en los cubanos y entre los suyos. La cofradía, el compromiso y la fraternidad. El ayudarse, protegerse y promoverse los unos con los otros, a pesar de diferencias políticas, religiosas, clasistas o sociales entre sí. Esos son ejemplos únicos y dignos de ser reproducidos por toda diáspora.
Entre sus vivencias y lecciones fue desde donde inicie la construcción del marco coherente y referencial de lo que porto en la solapa como los esbozos de justicia, de emprendimiento y libre expresión del pensamiento; como del amor real hacia la Patria y la protección de los valores innatos que la representan. René Marino García, amante de nuestra música y cultura, procedente además, de la última de las Antillas en recibir su independencia, y la única en no poseerla al momento de mi nacimiento, ejercitó sus lecciones con la gallardía que caracteriza a un inmigrante forzado. Lo hizo sin llamar lamento o lastima a su condición de despatriado. Lo hizo siempre con altura. Con la voz firme y el corazón blando.
Sé que si Blood estuviera con nosotros hoy y viera lo que estoy encaminando, estaría más que orgulloso. Y con ello, hasta hacerme pensar que estaría completo con mi admisión de sentirme un ente tricultural. Pero no, aún no puedo estar realizado. Pues tampoco yo como individuo supe en vida apreciar a plenitud la afición del padrastro que supo ser. Y hasta que la libertad que él me enseñó regrese a su amada Cuba, al cubano que me crió aún le debo. Lo que me enseñaste, ya viene llegando. ¡Feliz Día de los Padres Blood…!