La ausencia de una cultura de primacía de la ley y de respeto a la Constitución, ha sido causa de trastornos institucionales que han derivado en regímenes oprobiosos y tragedias sociales que han retrasado y debilitado el desarrollo de nuestra democracia.
Las sucesivas violaciones a los principios fundamentales de nuestra institucionalidad democrática, ha dado pie a que el ejercicio del poder público no se realice conforme a la ley vigente, sino no a la voluntad del mandatario de turno.
El carecer de una cultura de la legalidad fundamentada en valores democráticos, hace que los poderes políticos no sientan ni guarden el debido respeto por normas jurídicas y hacia las leyes supremas del país, como nuestra Carta Magna.
Un Estado que no respeta su propia legalidad va perdiendo credibilidad y legitimidad, y cuando eso sucede, sobreviene el caos junto con los subsecuentes pescadores de mar revuelto que siempre están al acecho, como lo demuestra el caso de Venezuela. Para que la institucionalidad de un país funcione, el Estado debe regirse por lo que ordena la Constitución. Esto constituye un requisito exigible en un sistema democrático que busca homologarse a las democracias más avanzadas.
Quizá por la ambivalencia y la falta de pasión en la defensa de la legalidad constitucional, los líderes mejores posicionados, política y moralmente, para reclamar que no se desvalorice ni se relaje la Constitución, dejaron que otros actores menos apropiados les arrebataran esa bandera y se alzaran con ella, llevándose para si todo los réditos políticos que debieron corresponderles a la oposición.
Una oposición débil que no capitaliza con suficiencia el voto en contra, y la porción del descontento que ha logrado enrolar no la ha conquistado por méritos sino por hartazgo, olvidándose que no hay muertos políticos, y para muestra, ahí tenemos uno que le está quitando los caramelos que debieran ser saboreados por los opositores.
Esa situación de estar sin oposición externa hace demasiado tentador y atractivo el modificar unilateralmente esa constitución, asumiendo los riesgos que ello conlleva, porque al final el objetivo del político es el poder. Y esa oposición sigue sin ofrecer una propuesta comprensible de sus intenciones. Ha perdido la batalla de las ideas y de la comunicación y carece de un proyecto político ilusionante.
En el contexto del nuevo orden mundial, tampoco cabe la injerencia ni la intervención bélica, pues todo se debate respetando la libre determinación de los pueblos y la expresión de las ideas. De modo que auxiliarse de presiones extranjeras como salvamento político es algo que no cuadra en medio del auge de los nacionalismos soberanistas.
No debemos olvidar que las intromisiones exteriores pueden tener efectos devastadores en el concierto internacional de naciones, donde se vive una relativa paz política que solo se opaca por los trastornos sociales ante la indignación de los pueblos frente a las grandes desigualdades producto del mal manejo mundial de un orden político que va perdiendo su esencia al divorciarse de su principal objetivo de trabajar en pro de la igualdad de los seres humanos y una mejor repartición de las riquezas.