Por Jesús Rojas
El gobernador puertorriqueño Ricardo Rosselló está bajo intensa presión social y política en la isla luego de que un grupo de periodismo de investigación revelara el contenido de un diálogo con otros doce asesores del gobierno, en total 889 páginas en un chat denominado Telegram, donde una lluvia de insultos, palabras denigrantes y soeces empapó a figuras públicas, privadas y póstumas, y desató el rechazo contagioso y visceral a su administración de una parte de la sociedad.
El lenguaje vergonzoso y humillante, en el que no quedaron inmunes ni vivos ni muertos, ha sido el detonante para que un abanico de organizaciones, entre ellos la iglesia Católica, gremios de policías, obreros, estudiantes, banqueros, maestros, industriales, pensionados, partidos pro independencia y hasta algunos de su propia entidad política, el Partido Nuevo Progresista, reclamen con una sola voz la renuncia de Rosselló en estruendosa y violenta indignación con ribetes políticos manifiesta en las calles del Viejo San Juan.
¿Qué está pasando en la isla del Encanto? El fragor contra el gobernador no es fruto de las malas palabras que han engendrado el “enfogonamiento” de muchos ciudadanos. En Puerto Rico, como en cualquier parte del planeta, lo mismo habla malo un gobernante que el jefe militar de la plaza, el cura, la esposa o el sacristán, sin que ello implique la violación de una ley opuesta a la libre expresión ni el debido respeto al derecho ajeno, más allá de las reglas de cortesía y sentido común.
La realidad es que la isla, que ha sido consistente en tener los brazos abiertos para todos los extranjeros y en particular los dominicanos, atraviesa por una crisis de gobernabilidad resultado de tres factores: la cleptocracia, o el gobierno de los corruptos; la kiskitocracia, o el gobierno de los ineptos, y la suma de políticas económicas erróneas desde hace más de dos décadas que elevaron la deuda pública a 87-mil millones de dólares, sumado a 92-mil millones de las arcas de Estados Unidos en los pasados dos años, para alcanzar una recuperación relativa tras los efectos devastadores del huracán María.
Todos esos fondos que han pasado como la mermelada por las manos de varias administraciones del Partido Popular Democrático, PPD, pro autonomía, y el Partido Nuevo Progresista, pro anexión, han caído en saco roto y en cuentas de funcionarios y contratistas del gobierno estatal metidos de lleno en un carnaval de dispendio de fondos públicos en el que, para muestra un botón, se pagaron US$500 por unidades de miles de cilindros lumínicos plásticos de señalización de carreteras luego del ciclón de 2017.
La crisis de gobernabilidad en Puerto Rico también afecta la credibilidad no sólo de los “milennials” que integran el gabinete de Ricardo Rosselló, con menos de 35 o 40 años de edad, y donde escasean la experiencia, conocimiento, habilidad para negociar, astucia y sagacidad política. Tanto así, que cuando el secretario de Hacienda notificó una alerta roja a Rosselló sobre el uso indebido de donaciones para los damnificados en cuentas presuntamente vinculadas a la primera dama, la advertencia fue desoída. De inmediato, presentó su renuncia.
A ello se suma otro capítulo oprobioso. A la secretaria de Educación se le imputa el gastó de US$15 millones asignados por el gobierno de los Estados Unidos para la reparación y reconstrucción de escuelas públicas que quedaron maltrechas tras el paso del ciclón, lo que no se hizo realidad, y en cambio se gastaron en viajes, viáticos, nepotismo y otras razones que no han sido justificadas hasta la fecha. La funcionaria renunció y enfrenta en el tribunal federal de San Juan un caso por malversación y uso indebido de fondos federales, entre otros alegados delitos.
El otro error monumental de Ricardo Rosselló ha sido enfrentarse de manera torpe a la administración Trump respecto a la política económica federal hacia la isla, pese a que la economía de Puerto Rico está regida por una junta federal de control fiscal que pretende frenar el dispendio estatal. Aunque preside un partido conservador y pro americano, el gobernador de Puerto Rico en la práctica ha promovido el gigantismo estatal, la burocracia, el nepotismo, los gastos suntuosos y la privatización de algunas agencias, entre ellos Educación y Salud, al mejor estilo Demócrata. Eso no gusta en el Washington, D.C. político y menos a la administración del presidente Donald J. Trump.
Ahora un amplio sector de la sociedad puertorriqueña, agobiado por la corrupción, las necesidades, la escasez de empleos y circulante, de fondos públicos y privados, así como otro bajón en el turismo y la inversión dada la explosión de inestabilidad social, pide a gritos e insultos la renuncia del gobernador. Para él, que es un hombre de familia, noble, fiel a los principios partidistas y profundamente religioso, la decisión no es tan simple como se pueden imaginar las turbas rabiosas que insultan, protestan y destruyen en las calles de San Juan, mientras la población de la isla disminuye y aumenta el éxodo.
A la crisis de gobernabilidad se le suma otra de índole constitucional. La renuncia de Ricardo Rosselló crearía ipso facto un vacío de poder en Puerto Rico. El orden de sucesión según la Constitución estipula que lo sustituya el Secretario de Estado, cargo vacante hasta el momento de redactar esta nota. En segundo lugar el presidente del Senado, del mismo partido; seguido de la presidenta del Tribunal Supremo, designada por el gobernador, a quien le seguiría la Secretaria de Justicia, la cual ha sido cuestionada por inclinaciones partidista; luego la Secretaria de Educación, cargo que también está vacante, y así en orden de jerarquía descendente.
La otra posible salida menos airosa de Rosselló, en la que perdería todos sus derechos y beneficios como servidor público, sería el residenciamiento o destitución de sus funciones. El mismo consiste en un juicio político con la creación de un tribunal en la Legislatura que juzgaría cargos o faltas mayores en su contra, donde la votación de dos tercios del cuerpo sellaría su destino fuera de La Fortaleza y de la política local de comprobarse las imputaciones. La Constitución de Puerto Rico tampoco estipula el referéndum o consulta popular para superar un impasse de esta índole, ya que no hay precedentes al respecto.
De manera que el gobernador legítimo de Puerto Rico tiene mucho en juego más allá de su vapuleada credibilidad, a pesar de que no resultaría fácil acumular evidencia sostenible para desalojarlo del poder ejecutivo en la isla caribeña. Como César en la Roma decadente, de no surgir un sustituto interino de consenso, intenta reestablecer la confianza, enviar un mensaje de estabilidad y sosiego, y la virtud más difícil de todas: llevar esperanzas a un pueblo desesperado que apuesta a su salida del escenario sin reflexionar lo que le depara el futuro y a sus vínculos autonómicos con Washington. En política, los errores se pagan muy caro y su gabinete ha sido torpe en el manejo de control de daños y de comunicación estratégica con aliados y adversarios.
La violencia y la rebelión chancletera y populista que pregonan y apoyan contra Ricardo Rosselló los Bud Bonny, Ricky Martin, Daddy Yanqui, René Pérez y otros “referentes” afines de la moda del momento –con todo y su lenguaje soez, vulgar y degradante rechazado por la mayoría de los puertorriqueños decentes–, no es la solución a la crisis moral, social, económica, política y constitucional que atraviesa Puerto Rico en estos momentos. No hay que ser técnico en cohetería de la NASA para imaginar lo que sería un gobierno en manos de estos “chancleteros indignados”, en una isla que reclama soluciones y no perturbación. El gobernador es sospechoso de corrupción, para eso están los foros judiciales estatales y federales.
Si el barco político hace agua y se hunde como el Titanic, es lógico que el capitán no abandone el puente de mando ni se cambia por otro. El pueblo puertorriqueño debe actuar con inteligencia y hallar una salida práctica y menos traumática que la presión social callejera de reguetoneros populistas y la turba de agitadores que claman por una salida sumarísima a la crisis, como en cualquier republiquita bananera.
Tal vez sea de alivio una comisión de notables, un pacto social anti corrupción y una cláusula constitucional de cese al gobernador fallido en honor al debido proceso, en una isla donde pocos políticos están libres del pecado original de la corrupción. Se requiere cabeza fría y corazón firme para superar el trago amargo que es la crisis sin paralelo por la que atraviesa Puerto Rico y en la que casi todos han tenido mayor o menor grado de responsabilidad individual y colectiva por la situación maltrecha que atraviesa al presente.
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