Las desapariciones de personas en República Dominicana provocan desestabilidad mental y social en los familiares cercanos. También en la sociedad.
Muchos desaparecen y nunca más se sabe de ellos. Otros son hallados muertos o internos en los hospitales tras ser embestidos por vehículos conducidos por ciudadanos irresponsables.
Los que nunca regresan es tal vez porque los asesinan y los sepultan en lugares remotos e ilocalizables, que pudiera ser una montaña o el fondo del mar. Es lo que creo.
Las denuncias de estos casos se registran en un departamento que tiene habilitado la Policía Nacional. Lo que no está claro es si la institución da seguimiento por igual a todos los casos y cuáles son los resultados.
Sabemos que la institución no cuenta con suficiente personal para esa faena pues se trata de una investigación que amerita de tiempo y dedicación extrema.
Obviamente, el esclarecimiento de esos hechos dependerá de quién sea el desaparecido y de la presión social que se ejerza sobre las autoridades. Es cuestión de carácter clasista, donde prevalece la fuerza del rico o el influyente ícono político sobre el siempre ignorado pobre.
Hay que entender el estado de desesperación de los parientes o allegados de las personas desaparecidas. Uno no quisiera verse en ese cuadro familiar.
Revisando algunas estadísticas de los archivos periodísticos, encontramos cifras que nos dan una idea aproximada de esta tortuosa realidad.
Del 2015 al 2017 en República Dominicana se reportaron mil 163 personas como desaparecidas; solo en el 2016 se denunciaron 363 casos a nivel nacional.
En el 2017, de 346 personas que fueron reportadas como desaparecidas, 238 fueron halladas, 25 halladas sin vida y 83 todavía no han sido localizadas, según datos de la Policía Nacional. Del 2019 no tenemos cifras concretas.
A simple vista son números y estadísticas cuestionables. Es que, al parecer, en nuestro pais, desaparecer se ha vuelto una práctica cotidiana ya que anualmente entre tres y cinco personas son declaradas ausentes cada día, y sólo tres regresan sanas y salvas.
Aquellos que no retornan se pierden en el tiempo y ejemplos son los casos de la joven Aurora Wiwonska Marmolejos Reyes, quien desapareció el 7 de diciembre de 2001 en las proximidades de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), y el fotógrafo del sector Herrera, Juan Alfredo Lora, quien salió de su vivienda el 28 de julio de 2012 para realizar una sesión fotográfica a un supuesto cliente, pero nunca regresó.
Muchos episodios son tan enigmáticos que el sentido común parece no tener espacio. Tal es la situación de la señora Rosa María Mora, quien despertó de madrugada un 23 de noviembre de 2017, sin que nadie se diera cuenta, para asistir a una actividad de la iglesia, ubicada a una esquina de su casa, y que finalmente se había suspendido.
“Ni sus pasos se escucharon en un residencial de poco tránsito, ni la captaron las cámaras de seguridad colocadas en los distintos establecimientos del sector Honduras”, publicó un medio de comunicación quizás para sensibilizar sobre el misterioso capítulo de la dama.
Según nuestras leyes, un caso de desaparición prescribe a los 10 años y que luego de ese tiempo no hay manera de imputar penalmente a ningún sospechoso, lo que resta posibilidades de hacer justicia y al menos calmar un poco la angustia de ignorar el destino de sus seres queridos.
En buen castellano, significa que si alguien es responsable de la desaparición de una persona, transcurrido ese tiempo perime la acción penal.
Así funcionan las cosas en nuestra jungla moderna.