Acabo de ver la interesante serie Juego de tronos, una novela de fantasía escrita por el estadounidense George R. R. Martin en 1996 y ganadora del Premio Locus a la mejor novela de fantasía en 1997.
La novela se caracteriza por su estética medieval, la descripción de numerosos personajes bien detallados, la contraposición de puntos de vista de los múltiples protagonistas, su trama con giros inesperados y un uso moderado de los aspectos mágicos tan comunes en otras obras de fantasía heroica. También hay violencia extrema, asesinatos, corrupción, conspiraciones, orgías sexuales e infidelidades, traición e intriga.
En los últimos capítulos hay una conversación entre Tyrion Lannister, un habilidoso enano, hermano de la ambiciosa y despiadada Cersei Lannister Baratheon y Jaime Lannister, con Jon Snow, hijo bastardo de Eddard Stark, designado como Señor de Invernalia, en nombre de Robert I Baratheon, rey de los Siete Reinos.
En el diálogo, Tyrion Lannister habla con nostalgia del amor, la guerra y la muerte como símbolos que suelen desarrollarse en los escenarios políticos. “El amor es más poderoso que la razón. Es la muerte del deber”, dijo Tyrion Lannister, un degustador insaciable de vinos, asesino y excelente asesor político. “A veces, el deber es la muerte del amor”, respondió Jon Snow.
Esa serie me lleva a reflexionar sobre los temas relacionados con la muerte (no le temo a la muerte), pues son parte del diario vivir de la humanidad. Todos desean vivir por siempre, sin envejecer (la deseada inmortalidad), para disfrutar de los mejores placeres mundanos. Otros, sin embargo, cansados de sufrir y vivir en un aberrante estado de pobreza y marginalidad, prefieren suicidarse, sobre todo cuando son atrapados por enfermedades catastróficas de efectos demoledores y no disponen de recursos económicos para enfrentarlas.
Las personas meditan mucho sobre el momento de dejar de existir físicamente cuando son atacados por enfermedades profesionales catastróficas. Es la ocasión para reflexionar acerca de nuestra existencia, dar el último adiós a la familia y el destino que esta tendrá cuando nos secuestre la muerte, una figura diabólica considerada enemiga de la humanidad.
Es la razón por la que acuden a las consultas con médicos especialistas, aunque se sientan bien, solo por razones rutinarias y de prevención. Es que por más que lo evitemos, siempre pensamos en la muerte.
Visitamos a los médicos cuando sentimos algo irregular en el organismo, pues nadie quiere verse acostado de espalda dentro de un ataúd, por más lujosa que sea, con la mirada hacia los pies, las manos unidas sobre el pecho, rodeado de flores y familiares, de amigos y de algunos fingidores de llantos que asisten al velatorio a dar pésames con sentimientos falsos, previamente ensayados, sólo por cumplir.
En la muerte también se refleja la distinción de clases. La discriminación se nota hasta en la escogencia de los cementerios, las funerarias y los ataúdes. Un sepelio resulta muy costoso, tanto por la compra del terreno, la sepultura del cuerpo y otros gastos colaterales.
En esa circunstancia, nos damos cuenta de la importancia de estar vivo. Es la razón por qué mucha gente ahorra dinero para cubrir gastos funerarios y de salud. Así la familia no pasaría vergüenza y evitaría las críticas perversas del vecindario o allegados.
A los difuntos que no tienen dolientes se les despide del mundo de los vivos contratando los servicios de “llorones profesionales” en los barrios pobres, que ofrecen “combos atractivos y horarios flexibles”, con chistes de todos los colores incluidos.
Hay muertos ricos y pobres. No hay términos medios en esta etapa final de la existencia. Los difuntos pobres son acompañados al camposanto por personas transportadas en viejos autobuses con ventanillas abiertas y ruidosas motocicletas. Los ricos son llevados con arreglos florales costosos y en lujosos automóviles, con aire acondicionado. Ambos, sin embargo, tienen algo en común: son hijos de la muerte.
Nadie muere en la víspera, según un gastado dicho popular. Se muere cuando el cuerpo sufre desgastes y averías severas de diversas patologías. No creo que nadie tenga su día escogido para morir, como nos han enseñado las religiones. Sencillamente, el organismo es permeado por bacterias asesinas, enfermedades muchas veces incurables, no resistentes a los medicamentos, como el cáncer, que nos matan a pesar de los recursos económicos que erogamos en busca de la sanación.
Un médico amigo mío me dijo hace varios años que todo humano lleva un cáncer por dentro, que a unos se les desarrolla y a otros no. No es cuestión del destino, como algunos creen, sino que estamos diseñados para morir en horas y momentos diferentes. El destino no existe, al menos para mí. Si usted, por ejemplo, perece en un accidente aéreo fue por imprudencia del piloto o fallas mecánicas del avión. No porque así lo quiso Dios, como se suele comentar.
Lo mismo podría ocurrir con los vehículos terrestres o un barco. La imprudencia, el poco tacto, la falta de sentido común, son factores que inciden en los accidentes de esta naturaleza. El destino nada tiene que ver, sino que ese día estuvimos en el lugar y el momento equivocado.
No debemos pensar en la muerte, que llegue cuando le dé ganas. Estamos a merced de ella, es enemiga de la humanidad. Lo mejor es rodearse de un espíritu fuerte, estar positivo, hacer el bien, proteger a la familia y educarla con los mejores criterios o estándares de la moral, trabajar hasta que el cuerpo resista y estar preparado mentalmente para cuando se extinga la respiración.
Naturalmente, cada quien tiene derecho a administrar su existencia, sin presión y decidir cuándo morir.