El doctor Guillermo Moreno, líder del Partido Alianza País, insiste en la tozudez de plantear la necesidad de una revolución democrática, por lo tanto no violenta, que barra de una vez y por toda con el estamento anquilosado y corrupto del aparato del Estado que impide el desarrollo y estabilidad de sus instituciones.
Una revolución que elimine la corrupción y la impunidad que la acompaña como hermana gemela permitiendo que dirigentes políticos y sus correligionarios se enriquezcan a costa de la pobreza y el hambre de la mayoría del pueblo dominicano; una revolución que cambie las viejas prácticas clientelares y patrimoniales que lejos de combatir la pobreza la perpetúan como si fuera un designio divino.
Una revolución que produzca una Constituyente para que el pueblo, como soberano que es o debe ser, decida, democrática y libremente, qué país quiere, que modelo económico, político y social es el que garantiza sus derechos; una constituyente que dé a luz, con dolor de madre si es necesario, con cesárea o sin ella, un Estado fuerte, estable, con una Constitución pétrea, que ningún aventurero o sinvergüenza con saco y corbata pretenda ignorar sin pagar las consecuencias.
No sé si interpreto adecuadamente la “revolución democrática” que propone Guillermo Moreno y el partido Alianza País que encabeza; por lo menos de ese modo la conceptualizo a partir de la realidad que vivimos hoy día. Un país sin instituciones, sin leyes respetables, sin autoridades con la calidad ética y moral necesaria para imponerlas, con una Constitución huérfana, debilitada por el propio gobierno.
Una “revolución democrática” resultado de la unidad de las fuerzas políticas más consecuentes y coherentes, dispuestas a la transformación de un Estado hipertrofiado, desmembrado, corrupto, convertido en una cloaca por quienes nos gobiernan, para su exclusivo beneficio.
No sé –querido amigo Guillermo- si tal cosa será posible en los actuales momentos, pero pienso que algo debe estremecer esta sociedad, algo que nos lleve a la reflexión y a la acción, porque estamos al borde del abismo, sin valores, sin paradigmas, sin frenos que nos detengan. A los demócratas verdaderos les digo que palabras no cambian nada si no van acompañada de la acción. Las proclamas no tienen sentido si no se levanta el puño con fuerza invitando al pueblo a levantarse de su largo letargo.
La degradación moral no puede ser mayor; el país es una letrina donde defecan impunemente los gánsteres de la política acompañados de sus socios del bajo mundo. Vivimos en una selva enjaulados por los vicios que nos correen el alma nacional y nos dejan sin saber qué somos ni hacia dónde vamos como país, donde sobreviven los más fuertes, los más oportunistas, los más ruines y descarados, dejando a la gente honorable y decentes, indefensa, sujetas a sus malsanas prácticas. Somos una vergüenza universal. Un país rico, hermoso, de gente buena y laboriosa, sumergido patas arriba en el fango de la corrupción y la impunidad. (Esos azarosos se roban más de cien mil millones de pesos todos los años)
Por eso precisamos de un cambio; un cambio verdadero, no de mentiras, no rostros o de nombres, un cambio radical que sepulte el modelo clientelar y corrupto para establecer una democracia donde las leyes se cumplan rigurosamente, una democracia que le devuelva a la gente su país, el país que le han robado. (¿Voy bien, Guillermo?) Hagamos entonces esa necesaria e inevitable “revolución democrática”, aunque yo, particularmente simpatizo con la de Fidel Castro y el pueblo Cubano. Después, como dijera Pedro Mir, “no quiero más que paz…”