Por Luis R. Decamps Blanco/ Es absurdo criticar la formación de alianzas de la oposición nacional, máxime cuando estas tienen como fin ulterior minar el poderío hegemónico ostentado por los miembros del Partido de la Liberación Dominicana, quienes continúan intentando eternizarse en el mando constitucional (irónicamente con alianzas de su propia principalía). Pero incluso aunque no fuera esa la razón de los opositores, las alianzas coyunturales son necesarias para garantizar la estabilidad y la gobernabilidad.
La política se erige impulsando consensos y así lo ha demostrado la tradición al respecto de la humanidad. Quienes reprochan las alianzas entre los partidos Revolucionario Moderno, Reformista Social Cristiano, de los Trabajadores Dominicanos y la coalición de organizaciones políticas Juntos Podemos, usando argumentos que invocan criterios epistemológicos o de instrumentaciones de ética para satanizar las coincidencias tejidas al asomo de una contienda electoral, descartan las enseñanzas de la historia y excluyen el espíritu de la política.
Las asociaciones electorales, a ciencia cierta, se conforman alrededor de la posibilidad y la viabilidad de que sean reversibles y que ayuden a proteger la estabilidad partidaria en el futuro. Esta posibilidad es un categórico neurálgico en cualquier acuerdo: dado que una alianza está compuesta de unidades votantes ya existentes (con filosofía, convicciones y proyectos definidos), uno de los designios –sin pecar de ilusos, por supuesto, junto al crecimiento electoral– es la preservación de las estructuras originales.
Esas asociaciones, naturalmente, persiguen concentrar una votación que se caracteriza por sus marcadas diferencias ideológicas y esto, sin una concertación fuerte, pone en un brete las aspiraciones políticas de sus actores. Para transformar esas discordias en coincidencias políticas, empero, es necesario que transijan en sus propósitos y ambiciones disimiles y que logren aminorar los arrebatos jactanciosos alrededor de una agenda concreta, logrando así tornar el voto individual en una decisión colectiva que expedite la conquista del poder. Y para alzarse con el poder, parafraseando la vieja conseja, tanto monta pactar como ganar.
La afinidad ideológica de las facciones políticas que intervienen en esos acuerdos, no es tan importante. Por el contrario, es menester hacer acopio de habilidad y tacto para poder aglutinar el voto de tirios y troyanos por igual, ya que el pragmatismo administrado con decencia y transparencia agudiza la madurez política y le endosa fortaleza a la democracia. Y en aras de obtener el único desenlace aceptable, es ineludible convenir en torno a puntos que logren sincronizar el propósito del acuerdo y olvidar momentáneamente las desavenencias.
Es cosa común que los aliados en tiempos de incertidumbre contradigan sus propios discursos, consignas y lemas partidarios. La complejidad de la circunstancia, de salir victoriosa la fuerza con la que compiten, aumenta -y en muchos casos, define- la probabilidad de una coalición: nada desata las pasiones y une más a los hombres que el odio a las conquistas de sus adversarios.
Como se ha sugerido, los estándares morales y deontológicos a los que las alianzas deberían estar sometidas, son harina de otro costal. Las formas a guardar son puramente destellos de austeridad, porque en el fondo concertar se trata de un tácito entendimiento sobre los beneficios de sumar fuerzas y los perjuicios de quedarse fuera. En esencia, ningún pacto político-electoral se hace pensando en concertaciones morales o éticas: se hace pensando en quién le puede sumar más votos. Y esos pactos son estrategias políticas provisorias, fugaces y perecederas; hijas del momento y esclavas de la avidez de poder.
Además de las estrategias, es necesario que los actores políticos se amparen en los antecedentes locales y dosifiquen sus críticas y prejuicios ya que quienes hoy son antagonistas, mañana podrían ser aliados forzosos, ineludibles y obligatorios: tergiversar la finalidad de pactos efímeros concitados en una determinada tesitura y con un fin puntual, es tarea de mal tiempo. Y, como se sabe, quien siembra ventiscas, termina cosechando tempestades.
Así las cosas, hay que recordarle al que critica todo, olvidando sus desmanes y sin basar sus argumentos en formulaciones lógicas, que aunque la política, como se dice popularmente, «es un asunto de votos», la dialéctica de las circunstancias es la responsable de definir si los números crecen de forma geométrica o de forma aritmética.
En medida que nos acercamos a las fechas cruciales de las contiendas electorales del año 2020 (febrero y mayo), quien pretenda alzarse con el poder, debe esperar paciente a que sus adversarios cometan errores, explotar cualquier eventualidad y capitalizar los descuidos. Se sabe que las dádivas quebrantan peñascos, doblegan voluntades y alquilan conciencias, pero al que no tiene rumbo fijo no hay viento que le sea favorable. Y aunque el PLD está haciendo todos los esfuerzos por salir a flote pese a su división, los números, según las mediciones realizadas al tenor, le están favoreciendo al PRM.
El hipocorístico de «macos y cacatas» parece no tener el impacto que buscaba el oficialismo, sobre todo teniendo en cuenta que muchos de esos macos o de esas catatas, son sus viejos aliados y fueron cruciales en sus pasadas victorias electorales. Al que nació para toro, del cielo le caen los cuernos. Y hoy, al PRM, como al PLD aquel 2 de junio de 1996, le están cayendo las astas cual si fuera un diluvio.
LUIS DECAMPS BLANCO