Por Jesús Rojas.-No se trata de una telenovela, Tampoco de una obra de teatro. Ni siquiera de ciencia ficción. El libreto fue dictado por la vida. Sucedió delante de testigos quienes dieron fe y testimonio. El hombre ya venía con la fama larga y tendida sobre sus artes amatorias. Tanto, que todos los fines de semana en el área de Silver Spring, Maryland, sólo se escuchaba el cuchicheo entre quienes lo conocían, allá en la década de los ochenta del siglo pasado y al filo celoso de la Guerra Fría.
“Víctor se quejaba de la falta de horas, del día o de la noche, para atender a las cuatro mujeres que dependían de su tronco viril”, decían unos. Otros, que la peor parte la tenía la esposa que toleraba y conocía de sus andanzas. En el hogar no faltaba nada, salvo el breve tiempo a su lado y el calor que les robaba a sus tres hijos. El hombre, nacido en Cotuí y de temperamento ardiente, no podía contener sus impulsos eróticos. Su vena genética parecía la de un jeque árabe, un pachá turco o un “tíguere bimbín” dado su oscuro fervor por el objeto del deseo.
En cierta ocasión, no pudo más. Entre una y otra taza de café en la cocina de una compueblana en el distrito de Langley Park, próximo a la Universidad de Maryland, se confesó hundido por el estrés. Se le escuchó decir que las mujeres iban a acabar con él. Dicho y hecho. Así mismo sucedió. Entre las razones que ofreció previo a su despedida de este mundo, concluyó que 24 horas no eran suficientes para atender las pulsaciones hormonales de cada una de ellas.
Cual ingenuo adolescente, Víctor admitió ser esclavo del cansancio y el hastío. Se decía víctima de la variedad de emociones, el tono de voces; del olor de cada una de ellas. De sus cualidades físicas y sus artes horizontales. Ni hablar de su arcoíris de seducciones. La sazón de su piel, del color de miel hasta el blanco virginal, o la canela de sus curvas delanteras y posteriores. Sus cavidades y sinuosidades, propias de las diosas. Y el seductor don y olor del “jarro pichao”, que le alumbraba el mundo.
Todo un poeta de los encantos de las mujeres. Las cuatro hembras bordadas con pétalos de colores. Con asomos y abundancias en las fronteras de la milenaria sonrisa vertical. Para él, tan iguales y tan diferentes, como el jardín de la manzana de Eva. Su arquitectura natural y su diversidad geográfica le eran irresistibles. Se sabía encadenado. Condenado. Y peor aún, sin salida dentro de esa maraña de jadeos y sudores púbicos. Entonces como ahora, ellas se cuidaban de los hombres. Él era imprescindible en la cama y en la mesa.
Y no era para menos. Víctor compartía su vida íntima con una peruana, una salvadoreña, una costarricense y su esposa dominicana. Las tres primeras, capillas jóvenes. La catedral algo fatigada, devota católica y medio tiempo. Laboraba como capataz en una construcción y alguna que otra misa suelta de “handyman.” Su rutina fluía entre el trabajo, el café matutino en el 7-11 y las mujeres de su vida. Ellas eran el polen de la primavera, la humedad pegajosa del verano, la quietud fresca del otoño y el frío implacable del invierno.
Los siete días de la semana, con sus noches, no fueron suficientes para atender una cosa y las otras. En ese entonces no había Viagra. Pero sí Mamajuana. Su compañera inseparable, con los ingredientes intactos. La recibía cada mes de su compadre Demetrio, vecino del río Masipedro,
allá en Bonao. Su filosofía preferida desde que residía en Queens, Nueva York: ¡la corbata es la corbata y aquello siempre es aquello!