La “suspensión” de las elecciones municipales pautadas para el domingo retropróximo, un hecho grave y oneroso desde el punto de vista de la institucionalidad, sorprendió a todos los dominicanos (individuos, partidos, sociedad civil, etcétera) a pesar de que poca gente en el país ignora los amaneramientos de nuestra democracia y la creciente tendencia a la informalidad que acusan algunos de sus agentes y operadores.
Y es necesario, en esta ocasión, comenzar por el bodrio conceptual: se ha entrecomillado la palabra suspensión porque, siendo la usada por el presidente de la Junta Centra Electoral (JCE) para anunciar la paralización del proceso de votación y la tácita invalidación de sus resultados hasta ese momento, ella designa a una figura del derecho electoral que es ajena a nuestro ordenamiento legal: acaso porque la memoria histórica reciente no recoge precedente alguno de este tipo (y para tomar la suposición menos vergonzosa), el legislador criollo ha obviado toda referencia a ella.
Ciertamente, la figura contenida en la legislación nacional es la de la “anulación” de las elecciones (artículos 260, 261 y 262 de la ley número 15-19, Orgánica de Régimen Electoral, del 18 de febrero de 2019), y además de que está creada con alcances y fines particulares y parciales, le otorga un carácter contencioso y, con toda precisión, la pone a cargo de las juntas municipales y -en última instancia- del Tribunal Superior Electoral. En otras palabras: la JCE carece de facultad legal para aplicar esa figura.
Como no cabe suponer que el presidente, los restantes miembros y los funcionarios del área jurídica de la JCE desconozcan lo arriba señalado, la inferencia es una y lógica: al calor de la crisis planteada por los acontecimientos de la mañana del domingo, sobrevino la necesidad impostergable de procurar una salida rápida y eficaz para evadir el riesgo de que la situación se saliera de control y se convirtiera en potencial foco de perturbaciones sociales. O sea: talvez no hubo tiempo para guardar las formas legales y se actuó con la eficiente espontaneidad que demandaban las circunstancias.
Desde luego, contrariando las opiniones más recurrentes sobre la referida “suspensión”, se impone una interrogante crucial: fuera de la gravedad de la situación (que nadie puede poner en duda ni tratar de disminuir u ocultar), ¿se trató de una verdadera disfunción de nuestro sistema democrático o de una “pifia” elemental cuya responsabilidad es imputable a la entidad (y específicamente a su área técnica de más alto nivel de especialidad científica) que tiene a su cargo organizar y administrar la parte de aquel que se refiere a la elección de los operarios de sus instituciones políticas?
Sin importar el origen de la mencionada falla informática (el presidente de la JCE la atribuyó a la inobservancia del protocolo de “control de calidad” y en los partidos cada cual tiene su teoría y su sospechoso preferido, y en honor a la verdad no se puede descartar nada), es obvio que en su aparición debieron intervenir manos humanas (sea para la omisión o sea para la comisión). Y si esto es así, entonces se ha de considerar que no hubo propiamente una disfunción del sistema sino un manejo erróneo o perverso de quienes operan una de las partes más sencillas pero críticas de su mecánica.
En cuanto a las sospechas, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) ha tenido que lidiar con las primeras: dado que el segmento que presentó dificultades fue el de la votación electrónica, consagrada para los municipios de más alta población electoral (y en los que se supone que el uso de la “logística” gubernamental tendría menor impacto para una posible victoria), a los ojos de sus adversarios es el principal imputable, premisa que intenta relacionarse con el hecho de que como partido oficialista posee una gran disponibilidad de recursos. Otros sectores de la sociedad le atribuyen responsabilidad no sólo porque la actual JCE fue manufactura suya, sino también en razón de que ha sido el defensor más intransigente del voto electrónico. Por todo ello, hay quienes han conjeturado que su planteamiento de que se trató de un “sabotaje” parece obedecer a la vieja táctica de adelantar la defensa con un ataque.
El propio PLD desde el principio -y con evidente reconcomio- acudió a la perspectiva puramente criminológica (que privilegia la cuestión inicial de a quién le beneficia el crimen) para hacer caer sospechas sobre la Fuerza del Pueblo (FP), en la inteligencia de que esta ha sido consistente en impugnar el voto electrónico a partir de la creencia de que el mismo fue usado en las primarias de aquel para timar a su actual líder y candidato presidencial. Inclusive, se han hecho correr rumores que dan cuenta de la supuesta conexión con lo acontecido del doctor Roberto Rosario, alto dirigente de la FP, debido a que éste -como se sabe- atesora bastantes lealtades en la JCE por virtud de que muchos de sus empleados son deudores de sus nombramientos y gratificaciones.
El Partido Revolucionario Moderno (PRM), por boca de su máximo dirigente y de su abanderado presidencial, denunció vigorosamente la ocurrencia, sugiriendo que fue una maniobra tramposa incubada en el litoral oficialista ante la evidencia de que resultaría derrotado en las elecciones en cuestión. En las últimas horas (y pendiente de desenlace la pesquisa que tiene como epicentro al jefe de seguridad de su candidato presidencial y a un empleado de una empresa telefónica), esta organización política parece haber aceptado la tesis del “sabotaje” y, manteniendo el índice acusador en dirección al peledeísmo, ha retado al gobierno para que se permita a técnicos de la OEA y el IFES investigar los equipos que no funcionaron adecuadamente.
Al margen de todas las sospechas y de que por lo visto sólo el PRM puede en justicia ser distanciado de éstas (porque la no realización de las elecciones le reditúa más perjuicios que beneficios), el observador crítico está en el deber de airear otra pregunta que puede causar escozor: ¿no debieron los partidos, en el contexto de sus estrategias antifraude y de alerta técnica, prever la posibilidad de situaciones como la que se presentó y, por lo tanto, disponer en estado de latencia de ideas y mecanismos para garantizar su superación, sobre todo porque lo que se afirma que falló fue uno de los tres procesos más simples y básicos del funcionamiento del método de voto electrónico?
De todos modos, consumado ya el hecho nefasto y pensando en la salud de nuestras instituciones, luce conveniente reiterar la perogrullada histórica de que la democracia es una de las más notables y exitosas creaciones políticas e institucionales que ha conocido la humanidad, pero -¡ojo!- no es ni puede ser perfecta precisamente porque es una obra y una dependencia votiva del ser humano, cuyos intereses, pasiones, imperfecciones y variopintas y contradictorias proclividades son harto conocidos. Es decir: aunque siempre aspiremos a perfeccionarla legítimamente, la democracia sólo podría ser perfecta si no fuera manejada por ese mismo ser humano.
Los métodos electrónicos o digitales de gestión tienen más o menos las mismas limitaciones de naturaleza y prospectivas: mientras sean operados por hombres y mujeres siempre habrá posibilidad de yerros y perversiones. Y en el caso especial de los de elección o conteo de votos en un sistema democrático, estos serán eficientes, pulcros y creíbles en la medida en que no haya personas ineptas, impúdicas y fulleras que los dirijan o los puedan intervenir. O sea: los que manipulan y hacen trampas son los humanos, no las máquinas ni los procedimientos.
Por último, y aunque sólo sea para dejar constancia, no se puede pasar por alto la extraña decisión de la JCE de ignorar el vacío legal existente en el país (buscando otra vez soluciones informales y unilaterales en vez de patrocinar un acuerdo político para llenar ese hueco sin violentar la Constitución) y, asumiendo facultades inéditas (bajo la discutible invocación del numeral 2 del artículo 92 de la ley 15-19 y sin tomar en cuenta la opinión de los partidos irrespetando el artículo 14 de la misma disposición), convocar a elecciones para el próximo 15 de marzo. Se puede argüir que es una iniciativa dirigida a seguir hacia adelante en un marco de relativa institucionalidad, pero no por ello deja de ser perturbadora, preocupante y de matiz filototalitario.
Ojalá, y con independencia de si los partidos terminan aceptando o no la decisión de marras (ya cuestionada por el sector mayoritario de la oposición), la JCE recobre la racionalidad y la honorabilidad coronando sus actividades con dos determinaciones supremas: la renuncia de sus miembros tras la proclamación del ganador en las elecciones presidenciales de mayo, y la promoción de las modificaciones o adiciones que sean necesarias en nuestra deficiente, confusa y pésimamente redactada legislación electoral de última factura. Esto, a no dudar, ya se lo deben al país.
Y no lo olvidemos: como los regímenes democráticos no son infalibles ni cristalinos por las razones precedentemente expuestas, sus posibilidades virtuosas están sujetas a cuando menos tres líneas de conducta: el convencimiento pleno de que los problemas de la democracia se resuelven con más democracia y no con opacidades o autoritarismo; la investigación transparente y sin contemplaciones de las fallas para encontrar sus responsables y aplicarles todo el peso de la ley; y hacer los correctivos de rigor a las fallas (cambiando los que haya que cambiar y tomando nota de la experiencia) para reestablecer la confianza ciudadana y poner a funcionar nuevamente el sistema.
En eso, y solamente en eso, deberían concentrarse la JCE, los partidos y las organizaciones de la sociedad civil en estos momentos de incredulidad y desconfianza, a menos -claro está- que se crea que la solución reside en derribar la democracia para sustituirla por otro régimen político… Pero si fuera este último el caso -¡zafa!-, convendría que nos encomendáramos a la divinidad de nuestra más intima y ferviente devoción.
(*) El autor es abogado y politólogo.
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