El mundo se nos ha quedado pequeño, pero el combate es continuo. Hoy más que nunca, se requiere una buena dosis de paciencia; también tesón, fuerza y coraje para resistir y sobreponernos a tantos engaños sembrados. La maldad entre análogos no puede gobernarnos.
Lo trascendente es llevar a buen término una ternura combativa de mediación, que nos libere de ese espíritu corrupto, que todo lo amortaja a su antojo, dejando a su paso un cúmulo de víctimas desoladas. La instauración de estrategias mundiales, con la participación de todos los países, sería un gran avance. Naturalmente, urge entendernos, máxime en un contexto de contiendas permanentes.
Racionalizar nuestros modos y maneras de vivir, establecer tácticas para que los sembradores del terror se lo piensen antes de cultivar crueldades a su paso, dejar de ser marionetas a merced de políticas falsas, para poder reconocer los caminos que verdaderamente nos construyen espacios habitables, ha de ser una tarea inquebrantable. Ninguna guerra es santa. Conviene que nos desafiemos a encontrar un luchador que no piense tener el paraíso de su parte, endiosándose y no se socialice. Ya está bien de perseguir el poder y de perder humanidad.
La impunidad hace crecer el abuso; de ahí la importancia de restablecer la justicia, como paso fundamental hacia la rendición de cuentas y la reparación del escándalo. La violación sistemática de los derechos humanos tiene que cesar de inmediato. Desde luego, las personas culpables deben ser juzgadas siempre. En efecto, cada delito nos afecta a todos, y el fin de este instrumento coercitivo es corregir comportamientos, reinsertar y recuperar individuos, evitando soluciones arbitrarias y referencias ambiguas. Pensemos que, mientras las dictaduras germinan y se propagan sin el derecho, la gobernabilidad democrática se sustenta, precisamente, en una ciudadanía responsable que logra que las formas y los fondos funcionen desde un espíritu consensuado normativo.
Indudablemente, los grandes avances siempre son más duraderos y auténticos, si se protagonizan desde el pueblo y para el pueblo, participando éste de los frutos del progreso. La democratización nos exige, en consecuencia, que cada uno de nosotros cumpla plenamente con la función asignada. Una ciudadanía pasiva, por tanto, nos deja sin nervio y sin ese coherente compromiso de estar en guardia permanente como los verdaderos poetas.
La consideración primordial es que todos somos parte interesada, hagamos o no familia, pero nuestra obligación moral es situar al ser humano en el centro de la política pública. Nos merecemos un mundo que nos dignifique. Quizás con otras estrategias más equitativas con la casa común, empezando con la lucha contra el cambio climático y el bien colectivo que a todos nos pertenece.
Ahora bien, una cuestión es el mundo que soñamos y otra el mundo que requerimos para sentirnos cobijados. Tal vez tengamos que poner una mirada más integradora en las finanzas, haciendo valer un espíritu más solidario y el poder de un propósito común, que no es otro que trabajar unidos para reducir la incertidumbre reinante y, de este modo, reforzar los cimientos de la economía mundial, que nos requiere de un sano espíritu abierto y de un buen corazón, al menos para que la excesiva desigualdad decrezca. Ojalá aprendamos a librar más partidas para los temas de gasto social, y así poder invertir más en las personas, reforzando la lucha contra el mal de la corrupción, la evasión fiscal y tantos otros abusos que nos dejan sin aliento.
A mi juicio, pues, resulta vital sentirse vinculado a esa familia diversa, pero esperanzada, porque está dispuesta a hacer justicia y a fomentar un espíritu global ético, ya que nuestra responsabilidad conjunta lo que nos alienta es a trabajar mancomunadamente en la misma dirección. Caer en la vanidad, por muy poderosos que nos sintamos, es destruirnos a nosotros mismos.
Únicamente podemos florecer entre luces y sombras, sabiendo que tras las caídas hay que levantarse, aprendiendo unos de otros, con la aplicación de políticas verdaderamente solidarias y sociales, pues el objetivo es que se produzca una integración mundial ecuánime, donde nadie se sienta menos que nadie ni tampoco más que otro. Indudablemente, hemos de adaptarnos a una nueva realidad, que nos activa a estar en guardia hacia ese propósito común de reducir las emisiones de carbono, si en verdad queremos cooperar hacia esa poética que nos equilibra con nuestro medio ambiente. Sin duda, un buen designio ha de ser, dar aire a tanta opresión.
Nuestra intención, por consiguiente, en ese reto constante ha de ser la de despejar contrariedades y optimizar consensos que nos lleven a otras atmósferas más cooperantes entre sí, regenerándonos hacia una cultura que nos humanice y nos hermane, más allá de los diversos programas sociales, ya que la vulnerabilidad en cualquier momento puede surgir y en cualquier persona. Por eso, es saludable despojarse de todo tipo de tensiones sociales y activar otras serenidades, como es la de poder sentirse acompañado en todos los ámbitos, para abordar con mayor eficacia y coherencia los efectos adversos de tantas transformaciones, que han de conllevar un futuro libre de odio, de rencor, de extremismo y chantaje, para que puedan prevalecer los valores de lo armónico, la pasión por lo auténtico y lo colateral. Al fin y al cabo, el mejor proyecto de vida radica en servir, no en servirse del semejante, en mostrar compasión y no desprecio, en tener voluntad de ayudar siempre. Pensemos que aquel que auxilia, más se enternece, mejor se entronca y estremece con el verso, que es la propia vida.
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23 de enero de 2020