Por Rafael Gómez/Iniciar un proceso de culpabilidad y demanda penal colectiva contra una nación sospechosa de la creación y propagación del letal Covid-19 no es una tarea difícil, pero sí compleja.
Algunos analistas señalan al régimen comunista de China de supuestamente haber esparcido el Coronavirus como un ataque bacteriológico contra países que pretenden boicotear su pujante desarrollo económico y de gobierno.
Otros planteamientos acusadores indican que por una negligencia de los investigadores bacteriológicos chinos dicho virus “se escapó” de un instituto de virología establecido muy cerca de un empobrecido mercado en la ciudad de Wuhan, el cual se propagó rápidamente a otras naciones.
A mediados y finales del siglo XX, la gran batalla por el dominio global lo constituían Estados Unidos y la Unión Soviética, que se disputaban la influencia y el control absoluto de naciones extranjeras, para convertirse así en los gigantes dominantes con sus doctrinas capitalistas y socialistas.
A raíz del derrumbe económico de la URSS, en 1991, que dio al traste con la desintegración de esa gran potencia, EEUU emergió como la superpotencia mundial de gran dominio político y militar en Oriente y Occidente.
Bajo la influencia norteamericana como única potencia en el mundo, los líderes políticos chinos trabajaron invirtiendo conocimientos y dinero en la investigación científica, el desarrollo tecnológico y la industrialización, catapultando a ese país como líder regional en Asia oriental y debilitando el poder de influencia de EEUU en esa región del mundo.
Tras concluir la Segunda Guerra Mundial, en 1945, Japón, Alemania y Reino Unido lograron desarrollar y ampliar sus economías, disputando la influencia internacionalista de EEUU en esas regiones.
En estos tiempos, el renacimiento económico de Rusia, bajo la dirección de Vladimir Putin, da la oportunidad a esta nación de recuperar su economía interna, invirtiendo en la modernización de sus equipos militares y modernas tecnologías, y ha podido recuperar su autoridad en Occidente.
Rusia, EEUU y China establecen una trilogía dominante gracias a la solidez de sus economías, como importantes potencias mundiales tras mejorar sus arsenales de armamento bélico, con tecnologías que atemorizan el mundo.
La lucha por la supremacía política y militar los lleva a establecer una guerra comercial estratégica a fin de debilitar las plataformas de poder económico que soportan la estructura de poder de cada uno de ellos.
Ante el indiscutible desarrollo del gigante asiático, EEUU recrudece su política contra el régimen de Beijing, dando lugar a una guerra comercial entre ambas naciones, poseedoras de las economías más grandes del mundo.
La Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC), del Departamento del Tesoro de EEUU, administra y aplica sanciones económicas y comerciales basadas en la política exterior de EEUU y los objetivos de seguridad nacional contra países y regímenes extranjeros, terroristas, narcotraficantes internacionales, y aquellos involucrados en actividades relacionadas a la proliferación de armas de destrucción masiva y otras amenazas a la seguridad, la política exterior o la economía de los Estados Unidos.
Con el soporte de esta agencia, es que EEUU les ha aplicado sanciones económicas no solo a China sino también a Rusia, Cuba, Irán, Irak, Libia, Nicaragua, Corea del Norte, Siria, Venezuela entre otras.
En septiembre de 2018, el gobierno de Donald Trump puso en vigor severas sanciones económicas a China que arrojaron pérdidas de ingresos por más de $200 mil millones de dólares.
Por su parte, el gigante asiático ripostó con imposición de similares medidas que afectaron la economía de norteamericana en más de 60 mil millones de dólares.
China acusó a EEUU de implementar un acoso comercial de consecuencias desastrosas a su economía y de incitar e intimidar a otros gobiernos aliados. Acuerdos diplomáticos buscados para bajar las tensiones fracasaron.
La guerra de sanciones económicas pasó al plano político, iniciando pasos de toma de represalias individuales que presagiaban un conflicto bélico que pudiera generar en una tercera guerra mundial.
La competencia en el lanzamiento de prueba de modernos misiles supersónicos intercontinentales sin cargas explosivas nucleares, aviones, submarinos y barcos de guerra adaptados con los más sofisticados equipos de combate jamás vistos surcaron cielos, tierras y mares a manera de amenaza y terror.
Científicos y observadores de la política internacional vaticinaron que la tercera guerra mundial no se iba a realizar en el plano militar con uso de bombas de destrucción masiva, sino con una guerra química bacteriológica.
A finales del 2019, es cuando el gobierno chino alerta sobre el escape del virus Covid-19 de sus laboratorios que sorprendió al mundo por sus consecuencias fatales.
Las acusaciones de si el virus fue lanzado premeditadamente para consolidar su poder económico, seriamente dañado por las sanciones de EEUU, no han podido ser comprobadas.
De haber sido confirmada la versión, la nación norteamericana y el mundo estuvieran observando desde lejos los escombros del gigante asiático por las bombas de destrucción masiva lanzadas en represalia por el poderío militar norteamericano.
A pesar de la gravedad de lo sucedido, China ha enviado ayuda a EEUU en un intento por detener la propagación del Covid-19, ayuda que con gran placer ha aceptado el gobierno de Donald Trump, bajando así las tensiones entre ambos países.
Cualquiera que haya sido la causa, China debe pagar los daños infligidos al mundo por la negligencia de sus científicos de “dejar escapar” deliberada o accidentalmente el letal coronavirus, que tantas muertes y daños pulmonares ha provocado en el mundo.
Pero también el gobierno federal de los EU debe pagar a sus ciudadanos por la ineptitud de Donald Trump, de no ordenar a tiempo un plan de contingencia que evitara la propagación de la pandemia por toda la nación americana.