Genaro pensó que la dirección del IDAC había perdido la cordura y la razón. Porque, ¿a quién o a cuál tecnócrata se la habría ocurrido prohibir volar chichiguas en el territorio nacional? Contrario a los aviones, drones con GPS y otros dispositivos voladores, ese artilugio criollo es el único escape sano de la imaginación infinita de la niñez.
El compadre reflexionó de inmediato: ¿Cómo se les ocurre? ¿Habrán tenido infancia y preadolescencia? ¿Saben lo que significa para un niño echar a volar sus sueños en un firmamento de colores y agarrado de una gangorra? ¿Plasmado de cuerpo entero sobre el infinito azul que cubre la Patria? ¿Con los pies en el aire y el pensamiento colgado de enormes alas, sin límites ni ataduras por los cuatro puntos cardinales?
Al principio trató de razonar. Motivos de seguridad. El riesgo constante de perder la vida al caerse de un techo o sufrir una descarga eléctrica, casi siempre en tiempos de Cuaresma. Justo cuando el viento fluye con los acordes iniciales de la primavera, el preludio de las hormonas y la amenaza incontenible del ardor tropical y la flor a piel de carne.
Sin querer queriendo, el compadre Genaro, –hastiado por la cuarentena y el distanciamiento social que impone el virus chino–, rememora sus vínculos. El ritual anual de su niñez junto a su fiel chichigua amada, de solaz y esparcimiento. Compañera de metáforas inolvidables. Siempre atada a la inocencia febril como antídoto de la malicia humana en el antiguo y anodino barrio de Villa Duarte, lleno de bares, alcohol, chismes, peleas y damas de compañía.
Para él, la chichigua era y es un alivio en los estratos bajos. Quizás un analgésico para olvidar la pobreza y la escasez. De ahí su valor intrínseco y la dedicación para construirla con esmero y dedicación. De palos finos, madera liviana o bambú, papel rústico de colores, en seda o satinado, almidón, hilo común, cola de trapo proporcional y flecos laterales, todo sumado a los vistosos colores de la insignia nacional.
Genaro disfrutaba su creación. Sin importarle que se llame cachuleira en Valencia, chiringa en Puerto Rico; papalote en Cuba, cometa en México; barrilete en Centro y Sudamérica, lechuza en Nicaragua, o Kite en Estados Unidos. Armar el cuadro con el hilo, calentar el almidón, untar el papel, pegarlo al cuadro de madera y el hilo, era toda una genuina devoción y arte. Un culto a la inocencia de los sueños. Una artesanía sin tinte comercial.
El compadre se dedicaba a producirla con dedicación, cuidado y esmero en su forma hexagonal. Con la semicurva posterior en el tope, y una ceja de papel almidonada pegada a un hilo o cuerda suave de extremo a extremo, para que vibrara como una chicharra, más que de cajón. Era el anticipo sublime del disfrute infantil, con el “bollo” de hilo abundante en las manos.
La prueba de Genaro era la hora de encampanarla. Testigo fueron los predios pedregosos y los verdes matorrales que en el siglo pasado ocuparon los terrenos entre el antiguo Campamento Naval 27 de Febrero, Los Molinos y el Faro a Colón. Un paisaje lleno de árboles, guasábara y misterios. Cuando la barbarie civilizada no asomaba y el único límite era el horizonte del mar Caribe o las riberas del Ozama.
Al compadre le extasiaba arriar el hilo con lentitud. Elevar la chichigua con cada golpe de viento. Seguirla al ojo en sus pinceladas y sacudidas bajo el firmamento etéreo. Moviendo la cola de colores sin dar tregua, a veces con una hoja de afeitar atada en su parte inferior para espantar a los malandros, trazando su rumbo majestuoso. En su ruta, desplegaba su cabellera de papel colateral multicolor, desafiando con ímpetu los asomos del arcoíris. Sólo competía con ella el capuchino. No el café estilizado, sino otro objeto volador puntiagudo, hecho de papel 8 ½ por 11, con hilo y cola, que divertía a los niños más pobres y con más habilidades.
Para Genaro, los sueños de la niñez también implicaban enviar mensajes a lo alto. Que llegaran al corazón de la chichigua encampanada. Escritos en un papel circular, con un hueco en el centro, introducido al hilo. Se aplanaba la cuerda hasta cierta distancia, y se soltaba aire. El viento se encargaba de hacerlo llegar a su destino. El resto, era pura diversión. Hasta que se fuera en banda, se enredara en la copa de un árbol, a los cables del tendido eléctrico o la mojara un temporal.
El compadre lo ha dicho y lo repite. Todo eso y más es lo que los tecnócratas del IDAC y otros no entenderán jamás. Porque hace tiempo dejaron de ser niños. De comprender su mundo mágico. De sueños trascendentes, ajenos a las limitaciones y a las ataduras. Al confinamiento, la severidad y los castigos que rige el mundo complicado de los adultos, donde se ha perdido la cordura y la razón.
Los burócratas rectificaron. Los niños continuarán navegando en sus chichiguas infinitas, cultivando anhelos del futuro. A la espera de un lugar apropiado para hacerlos realidad. Tejiendo su universo de ilusiones y de amor. Buscando alivios entre el cielo y la tierra. Gracias a Dios, ajenos a la locura absurda del mundo de los mayores. Genaro reacciona aliviado y proclama sin ambages a los cuatro vientos, ¡carajo, no se metan con la chichigua…!