Rebbeca Olivet.-En tiempo de crisis y de convulsiones es cuando más se necesita no perder de vista la formación y la fe cristiana, pues es cuando se pone verdaderamente a prueba la firmeza de nuestra creencia.
Una visita al supermercado me hizo reflexionar sobre la naturaleza humana, al recordar allí algo que leí acerca de una de las oraciones del rey David, cuyas palabras empezaron a dar vueltas en mi cabeza:
“Oh Dios, a ti dirijo mi oración porque sé que me responderás; inclínate y escucha cuando oro”.
Con toda la presión de la cuarentena y en medio del alboroto, me encontré con mucha gente, la mayoría de ellos hermanos en la fe, pero conversé con muy pocos y con algunos no pude tan siquiera cruzar una mirada, ya que el detenerse a saludar me distraía del objetivo esencial que motivaba mi presencia en el lugar: el abastecimiento de mi despensa.
Pensamientos rápidos se agolparon en mi mente, como el de instinto de supervivencia, de tomar distancia social como modo de prevención contra este virus que anda rondando al acecho por todos lados y que nos tiene atemorizados a todos.
Entre tantas vueltas que di y la tensión de quererme ir, presa de la ansiedad que a veces ocasionan los lugares multitudinarios y llenos de ruidos, hice una oración mental y recuerdo decirle a Dios claramente estas palabras: “Me dirijo a ti porque sé que me responderás, préstame atención por favor, escúchame”.
Repitiendo nuevamente lo que ya estaba en mi corazón.
Realmente era una conversación lo que tenía con él, tal y como si estuviera caminando conmigo en el súper, le decía: “Pero qué está pasando, que todos estaban inmersos en su propio mundo, incluyendo los creyentes con los que me encontré, como concentrados en su situación particular, sin interesarse en lo más mínimo por los demás”.
Compraban desesperadamente, no cedían el paso, no intercambiaban palabras entre sí, muchos de ellos al verme se comportaron como desconocidos, como si temieran contagiarse hasta con el gesto de un saludo. Pero de repente, en el área de los vegetales alguien me tocó la espalda, cuando volteé, una señora me saludó muy cariñosamente, no la recordé en primera instancia.
Era quien me secaba el cabello hace 2 meses, entre todas las personas que vi, fue la única que rompió la barrera de la frialdad en la ocasión.
Hoy en día hay una distracción que nos obliga directamente a enfocarnos en un solo punto. Para unos, ha sido muy bueno porque han recuperado lo que tiene más valor para ellos que es su hogar, su familia, su salud.
Para otros, nos ha distanciado de todo lo que nos rodeaba a tal punto que ya ni miro al lado para saber cómo va.
Esto me hace reflexionar en la manera correcta que debemos buscar y trabajar para enfrentar cualquier realidad que se nos pueda presentar en la vida, sin olvidar que lo más importante es agradar a Dios y que no perdamos el amor por cualquier circunstancia a nuestro alrededor.
Este fue mi deseo y sé que Dios lo escuchó. No quiero ser una creyente que siga la corriente del mundo, preocupada más por la circunstancia y olvidando al Dios que controla todo, el mismo Dios que escuchando mi oración tocó mi espalda a través de alguien que muy posiblemente no le conocía, pero que reflejó más amor que muchos que sí dicen conocerme.
“No finjan amar a los demás; ámenlos de verdad. Aborrezcan lo malo. Aférrense a lo bueno. Ámense unos a otros con un afecto genuino y deléitense al honrarse mutuamente”.
Romanos 12: 9,10
Palabras iluminadoras cuyas luces aclaran el camino para ver que en tiempo de pandemia lo que procede con más urgencia es contagiarnos de la fuerza, la energía y el amor que emana de lo alto.