1.- Toy cogío!
Una descuidada afección gripal, que se agravaba por momentos debido a los caprichosos altibajos en el estado atmosférico verificado a partir de la segunda quincena de Febrero, había mantenido en vilo mi estado de salud. Sumado a ello, los afanes del trabajo, que se incrementaba de más en más, amenazaban con hacer estallar mi tradicional buen carácter y afabilidad. Me preocupaba, sobremanera, el hecho de que el cumulo de ocupaciones me mantenía literalmente pegado a la pantalla de la pc o recibiendo continuas instrucciones por la vía telefónica, lo que me había impedido realizar una visita fugaz a la farmacia más cercana, en busca de un buen jarabe antitusivo o antigripal, que aliviara o cortara de una vez por todas la apremiante condición de salud por la que estaba transitando.
Para colmo de males, los clientes del negocio y hasta alguno de los compañeros de trabajo me enrostraban el hecho de que, por estar apegado al deber laboral estaba descuidando mi salud. Y esta debía ser la principal prioridad en estos días, habida cuenta de los incesantes informes que inundaban los noticieros, alertando sobre el arribo inminente al continente americano de la mortífera epidemia que había estado asolando importantes plazas de Asia y Europa, lo que hacía previsible que el día menos pensado tocaría con su pérfida e inmisericorde mano el ámbito de la ciudad de New York, en donde nos encontrábamos, envueltos de terror por las especulaciones y los desesperados aprestos de las autoridades competentes en materia de salud y seguridad ciudadana.
Ante la persistente tos que me atragantaba por momentos, en más de una ocasión hube de lidiar con uno que otro mojigato que reclamó la obligatoriedad de guardar las distancias en sitios públicos, disponer de mascarillas y guantes así como respetar las directrices sanitarias que estaban en boca de todos y venían siendo bombardeadas a diario por radio, televisión y las redes digitales.
Así las cosas, una mañana gris del mes de marzo, que estuvo precedida en la víspera de un chaparrón que me empapó de pies a cabeza mientras regresaba al hogar y que me mantuvo tiritando toda la noche con una dificultad angustiante para respirar, me armé de valor y me vestí a duras penas cubriendo cuerpo, cuello y cabeza de todo aquello a lo que pude echar mano y, como las fuerzas me lo permitieron, me dirigí, acezante y con los ojos desorbitados, hacia las instalaciones del Presbyterian Hospital, mayormente conocido entre los dominicanos e hispanos en general como Columbia Hospital o más concretamente, como Medical Center.
No podría precisar el tiempo que me tomó recorrer la breve distancia -un poco menos de dos kilómetros- que separa el lugar en donde resido de las instalaciones del emblemático centro de salud. Lo que sí puedo asegurarles es que, más que las escasas fuerzas de que disponía, algo profundo espoleaba mi espíritu y le inyectaba ganas de vivir a mi endeble anatomía: Algo etéreo, que flota en el iris y las pupilas de un creciente ejército de hijos y nietos que llenan de dulces expectativas mi presente y por los cuales estaba dispuesto a dar la gran batalla, si así fuese la voluntad de Dios.
Tras la llegada al centro de salud y luego de haber cumplido con los registros de lugar, a través de una serie de pasillos e intrincados pasadizos que me parecieron eternos, fui conducido por una eficiente miembro del personal de paramédicos, hasta una área repleta de consultorios en los que un sinnúmero de médicos, paramédicos y enfermeras afanaban, presurosos, con otros tantos pacientes que, al igual que yo, habían acudido hasta aquel lugar aterrorizados por la llegada tempestuosa a la Gran Manzana del Coronavirus o Covid-19; que no de otra cosa se trataba!
Luego de una espera tediosa, en la que oleadas de un mórbido sueño me invadían por momentos, disputándose con los estertores de mis pulmones el discutible mérito de cual de ambos lograría agotar primero mi menguada resistencia, y habiendo transcurrido un tiempo que en principio me pareció eterno, de repente y como entre nubes, con un suave andar que más que caminar parecía flotar en medio del consultorio, vi llegar la silueta de alguien que el raciocinio no me permitía descifrar si se trataba de la parca cruel que invade mis sueños, o de una bondadosa hada madrina, enviada por el altísimo a socorrerme.
Con tranquilizadoras palabras, en las que dispuso su mejor dominio del idioma español, aquella facultativa de ascendencia asiática tomó riendas de la situación, auscultó mis pulmones, revisó la temperatura, corazón, presión sanguínea, así como el estado físico y emocional del turulato paciente que tenía a su cargo y, de paso, con el auxilio de la computadora, se adentró en los prolegómenos de mi Historial Médico, allí almacenado, a fin de poder cotejar los males presentes a la luz de padecimientos anteriores.
Mientras la facultativa avanzaba en sus pesquisas y reforzaba sus conclusiones, una desalentadora sensación comenzó a tomar cuerpo en mí, mientras pensaba, inundado de pesadumbre: Toy cogío!
En rápida sucesión y luego de hacer algunas consultas con otros especialistas, en las que se notaba la perentoria necesidad de darle curso a las urgentes acciones que ameritaba el caso, la doctora me puso al tanto de mi estado de salud y, de paso, pronosticó la sospecha de infección por Coronavirus, lo cual habría de ser confirmado en breve con la aplicación de una Radiografía del tórax, para lo cual ordenó la debida prescripción.
Con tranquilizadoras palabras, la apacible mujer de ojos lánguidos me despidió de vuelta al hogar, para que diese inicio a un proceso de aislamiento total, como medida preventiva, para proteger a los demás familiares que conviven con el suscrito. Luego de ello, procedió a ponerme en manos de un nuevo personal de enfermería que me condujo por pasillos a media luz, hasta las instalaciones en donde habría de ser tomada la radiografía.
Antes de despedirnos, la facultativa me entregó un listado impreso con las especificaciones de mi caso, las previsiones que debía observar y los medicamentos y soluciones que debía empezar a tomar en lo inmediato, a fin de contrarrestar el terrible flagelo que ya se había aposentado en mi endeble anatomía.
Partí de allí como lo hace el desahuciado. Un sinnúmero de emociones se agolpaban en mi mente y entre todas ellas solo atinaba a pedir al Altísimo que me diese el tiempo necesario para poder despedirme de los míos y arreglar, o por lo menos intentar enmendar, aun fuese medianamente, mis enredados asuntos personales. Tarea difícil de asumir, justo es decirlo!
Mientras empujaba los pasos y descontaba poco a poco las cuadras que distaban para llegar al hogar, comenzaron a llegar al archivo del teléfono celular diferentes mensajes que, en principio, apesadumbrado como estaba, no pude ni quise recibir. Unas horas después, en la calma chicha del hogar pude descifrar que, en uno de ellos, la inefable médico me confirmaba el diagnóstico Positivo de la Infección por Coronavirus o Covid-19, al tiempo de impartir nuevas recomendaciones sobre el Qué hacer en los días por venir. En otro de los mensajes, algún miembro del personal de paramédicos asignado para dar seguimiento a mi caso, reiteraba las medidas de seguridad y control aconsejadas a quienes padecían el mal, fundamentalmente en lo relativo al trato frente a las demás personas, al tiempo de poner en mi conocimiento una serie de teléfonos de unidades con las que podría comunicarme, en caso de necesidad.
Es sintomático que, en ambas grabaciones, la recomendación más directa y contundente fue la siguiente:
‘Tan pronto comience a manifestarse la dificultad para respirar, dolor de cabeza, fiebre alta y opresión en el pecho, regrese a la Sala de Emergencias o, si no puede movilizarse, comuníquese con el 911 y ellos procederán como corresponda’.
Hoy puedo decirles sin empacho que, en aquella ocasión, tales indicaciones resonaron en mi cabeza como la más clara sentencia de muerte que alguien haya escuchado jamás.
Sin embargo, ya lo dije antes, este simple mortal no estaba dispuesto a rendirse, sin antes dar la Gran Batalla!