Por José Francisco Peña Guaba.-Desde hace tiempo sentía la necesidad de escribir sobre mi relación con Leonel Fernández, ante todo porque todavía hay personas que se sorprenden porque un hijo del Dr. José Francisco Peña Gómez, sea tan ardoroso defensor de quien compitió por la Presidencia contra su padre y le ganó con el apoyo del Dr. Balaguer.
Para iniciar quiero decir que conocí a Leonel al final de los años ochenta. Nos presentaron los mutuos amigos Radhamés Jiménez Peña y Tomas Méndez, el primero un peledeista bisoño, inquieto y desbordante en su pasión por su partido y su líder Juan Bosch; el otro, un joven abogado que abrazó la causa del Dr. Peña Gómez, con una profunda relación de amistad con toda mi familia. Gracias a él conocí a varios dirigentes del PLD, durante años de difícil interacción entre los blancos y los morados, pero, como el que me conoce bien sabe que nunca circunscribí mis relaciones de amistad a la adhesión partidaria, me honra tener buenos amigos en todos los litorales de la política.
Con Tomás y Radhamés nos reuníamos a conversar de Leonel. Llegue a ir al bufete de abogados del buen amigo Dr. Abel Rodríguez del Orbe, con quien trabajan casi todos, alegrándome conocer a jóvenes profesionales tan comprometidos en la causa de su partido, tal vez con un poco de envidia por esa pasión y entrega, en razón de las lacerantes secuelas que nos dejara la división del PRD. Incluso, en esos momentos ya habíamos perdido el gobierno a causa de las luchas intestinas.
Pese a las diferencias políticas existía entre nosotros una admiración recíproca por nuestros líderes, algo que ni las contradicciones entre ambos mellaron. De mi parte, porque había heredado de mi padre el respeto a Don Juan, que había sido su guía y mentor; de ellos hacia mi padre, porque reconocían en él condiciones excepcionales, incluso como el discípulo más aventajado de su querido Profesor Bosch.
Desde que conocí a Leonel, la empatía fue mutua e inmediata. Yo, deslumbrado por la brillantez de ese joven letrado; él, interesado en el crecimiento espiritual que produce ser el hijo primogénito de un hombre tan inmenso como José Francisco Peña Gómez. Su brillantez era y es evidente. Nuestro fácil trato condujo a que nos reuniéramos con cierta frecuencia, incluso en tertulias políticas-culturales. Saliendo de una de esas reuniones comenté a papá sobre Leonel. Me preguntó que dónde lo había conocido y le respondí. Me dijo que él también tenía referencias de Leonel e hizo un comentario positivo sobre él, diciéndome que “¡Ojalá ese brillante joven viniera al PRD!”. Le respondí que eso era imposible, pues Leonel era un peledeista ortodoxo, de esos que admiraban con pasión desenfrenada al Prof. Juan Bosch.
Llegada la década de los 90 la dedicación a la campaña no nos permitía compartir con la frecuencia de años anteriores, además de que Leonel tenía responsabilidades de primer orden en la campaña de Don Juan. No obstante, con el afecto de siempre, conversábamos ocasionalmente, por lo general a iniciativa de Radhamés, quien organizaba encuentros en los que se ratificaba, en cada ocasión, nuestro mutuo y recíproco sentimiento de amistad.
En esos momentos ya yo sabía que su cercano círculo de amigos había visto en Leonel condiciones excepcionales, tanto como para que, llegado el momento, ante el obligado retiro biológico de su líder, presentara su candidatura presidencial. Cuando el Dr. Jiménez Peña me lo comento le dije de inmediato: “¡Estás loco, Radhamés!” Lo dije con evidente actitud de negación, no porque Leonel no tuviera
las condiciones, que le sobraban pese a su juventud, sino porque sustituir a Bosch para mí era algo impensable, menos para alguien que fuera del PLD no era tan conocido todavía. Sin embargo, fue una lección para mí. Subestimé en ese momento a este humilde amigo abogado de Villa Juana. En poco tiempo habría de dar la razón a los osados vaticinios del Doctor Jiménez Peña.
Ya en el año 1994, Leonel era el candidato Vicepresidencial del Profesor Bosch. Su estrella comenzaba a descollar, a irradiar luz por todas partes. En esas circunstancias me tocó, por pedido expreso de mi padre, ir a buscar a Leonel y llevarlo donde el buen amigo Don Manolo Salcedo para reunirnos con el Lic. Fernando Álvarez Bogaert, compañero de fórmula de mi padre. Eran momentos aciagos, se había reeditado nueva vez el fraude electoral y estábamos en medio de una crisis que podía llevar al país a una confrontación sangrienta, que sólo la bonhomía de mi padre impidió.
Cómo siempre escuchamos de Leonel su reiterado compromiso con la democracia, su respeto por la voluntad popular. Lo sabía, de Leonel no se podía esperar menos. Entendimos que algunos compañeros de su partido estaban haciéndole la corte al Dr. Balaguer, de manera que no actuarían como Leonel, quien había denunciado el escamoteo del triunfo a Bosch en el 90 por parte de los reformistas.
Mi padre sabía de la amistad y afecto entre nosotros. Lo primero que hacía Leonel cuando se veía con papá era preguntarle por “José Frank”, como me llamaban en mi casa. Mi padre no permitía en ese entonces que los dirigentes del PRD hablaran mal de Leonel, mucho menos frente a mí. Decía a mis espaldas: “No critiquen a Leonel que a José Frank no le gusta.” Papá protegió esa amistad con celo y, siendo ya Presidente, cuando Leonel convocó el diálogo nacional, mi padre me pidió que fuera a la residencia de Cambita para decirme allí que el PRD había declinado la invitación, pero que fuera el BIS. Ahí me di cuenta que él estaba de acuerdo en mis vínculos con Leonel.
Sólo hubo una baja en nuestra relación con Leonel. Fue en el 96, por un término que usó en el fragor de la campaña. Se lo reclamé y con humildad nos pidió disculpas, ratificando su respeto al Líder, como denominaba a mi padre.
En enero del 1997, ya habían operado nueva vez del cáncer a mi padre y Hatuey Decamps y Leonel coordinaron la visita de Juan Bosch al hospital en New York donde todavía estaba recluido papá. Ese fue un regalo infinitamente noble de ambos. Para mi progenitor fue uno de sus momentos más felices, en medio de la angustia por tan terrible enfermedad. Me di cuenta del profundo amor que aún tenía mi padre por su maestro.
Después el mismo Leonel lo fue a visitar durante su estadía en Estados Unidos, siendo Presidente. No estuve presente. Lo primero que hizo papá fue preguntarme donde estaba, “el Presidente me pregunto por ti”, me dijo. Luego me enteré a través de Peggy Cabral, que Leonel le había pedido permiso a mi padre para designarme en un cargo público. Su ofrecimiento, que yo no conocía, sin duda fue para agradarme, pero, como era natural, estábamos en la oposición y se podía mal interpretar su ofrecimiento así que mi padre se opuso de inmediato.
En 1998 el cáncer devoraba el cuerpo fuerte de mi padre, aunque resistía como titán herido, estoico, sabiendo que él era ejemplo de firmeza y valentía para cientos de miles de dominicanos y de líderes internacionales que lo admiraban con especial devoción.
Era el quien nos daba ánimos aunque las cosas empeoraran, nos advertía la necesidad de unirnos cuando él cerrara los ojos, que era la forma de mi padre decir que viajaría pronto al mundo de lo ignoto.
Papá me conocía muy bien. Sabía de mis críticas, de lo afectados que estábamos todos por la constante y permanente división en el PRD. Entendía el desafecto generado por tanta confrontación realmente innecesaria, originada en intereses e individualismos contraproducentes, pues no se trataba de una pugna por sustituir su liderazgo -¡todos sabíamos que ninguno tenía las condiciones para calzarse esas botas, que a cualquiera quedarían muy grandes!- sino que el problema era la candidatura presidencial.
Aunque molesto porque el PLD había cooptado dirigentes del PRD en la campaña, él sabía, por mi actitud, que yo no me quedaría en el PRD. Las hienas circundaban la carroña del poder y no le daban paz a este prócer, ¡ni siquiera sabiendo que caminaba con rapidez a los brazos de la muerte!
No le vi condiciones de líder a ninguno en el PRD, pese al cariño que siempre le tuve y le tengo a Hipólito, a quien serví de puente para construir una relación de cercanía con mi padre; ni a Hatuey, para quien conservo inmenso agradecimiento por la forma en la que se comportó durante esos aciagos momentos de la enfermedad de papá. Se portó como un verdadero amigo. Sin embargo, también sabía del daño que le causó a su imagen el estelarísimo papel que jugó durante la gestión de Salvador Jorge Blanco, algo que había afectado, injustamente, su brillante carrera política.
Cansado de tantas luchas intestinas, después de la muerte de mi padre decidí asumir a Leonel como mi jefe político, porque sólo tendré un líder y es mi padre.
Reconozco que quizás no fue el momento adecuado para irme del PRD, a finales del año 99, cuando, a través de Leonel terminé apoyando a Danilo, con tan buena estrella que los casi 50 mil votos del BIS lograron ser la diferencia para que el PLD se colocara en el segundo lugar, dejando en el tercero al 7 veces presidente de la República, el Dr. Balaguer.
Me sabía comprometido con la carrera que de ahí en adelante le tocaría a Leonel. Por entonces fungía como diputado, Pero el 16 de agosto del 2000 fui directo donde Leonel y le dije: “he venido a bajar contigo al Congreso a que entregues el poder a Hipólito; me voy contigo ahora a la oposición.” Tenía la satisfacción de saberme comprometido con una causa, al final para mí la oposición era mi estado natural, solo tuve fugazmente en el gobierno de mi estimado Salvador (EPD) cuando le serví como ayudante, Subsecretario de Estado y cónsul en Panamá.
No lo negaré: en ese momento creí que mis antiguos compañeros y casi familia en el PRD no harían buen gobierno. El germen de la intriga, los pleitos, las ambiciones desmedidas harían zozobrar ese barco y, ante todo, sin la presencia física del líder sería como repetir los errores nueva vez. La reintroducción de la funesta reelección fue un ejemplo de eso. Algo contra lo que había luchado con tanta tenacidad el Danton de Mao, como llamara el Chino Ferreras a mi padre; algo tan nocivo y perverso para la República como la reelección, que incluso había llevado a auténticos seguidores de mi padre a abjurar de la bandera de su partido… fue instituida, aunque terminara dividiendo al país y al partido.
Lo que no calcule jamás es que el fracaso llegaría tan rápido: ya a los tres años era Leonel, otra vez, opción de poder. Iniciamos la construcción del Bloque Progresista, del que formaron parte la FNP, el partido de lo Castillo, con quienes ya habíamos establecido relaciones a través de Pelegrín, mi colega en la Cámara de
Diputados como a través de mi estimado Vinicito, quien fue uno de los que más auspició mi apoyo a Danilo en el 2000.
De manera que al día de hoy tengo 21 años de vínculo político con Leonel, desde la muerte física de mi padre él pasó a ser mi mentor. Para mí es el cuarto Líder del país, aunque reconociendo que Bosch y mi padre se forjaron en dificilísimas condiciones, en las que arriesgaron su vida por construir la democracia. Después de ellos instaurarla, ha sido LEONEL quien más ha aportado para fortalecerla. La inmensa labor del Dr. Fernández habrá de reconocerse algún día. Le debemos la nueva Constitución y la creación de los órganos garantes de la democracia que con ella se crearon, por decir poco.
Debo agregar que, ante la crisis de las primarias del PLD, nunca le dije a LEONEL que se fuera de su partido. Pero, como siempre, sí le dije que, de hacerlo, contara conmigo. En él veo, casi como ocurrió con Papá, una víctima de lo que él mismo construyó: como cuervos, sus compañeros de ayer quieren sacarle los ojos.
Mi lealtad a Leonel no viene de ventaja económica alguna. Viene de empatía, admiración, de mutuo respeto y del trato humano exquisito que me ha prodigado, siendo o no Presidente de la República.
Pese a los múltiples servicios que le brindé a Danilo nunca hice compromiso de adhesión a su equipo. Él siempre supo de mi afiliación a la causa del expresidente Fernández y lo respeto. Se lo agradezco.
Hoy reitero que estoy con Leonel porque veo en él condiciones innatas. Acostumbrado a las de mi padre, sabía que yo no seguiría a un simple mortal. Para mí la admiración es muy importante, y admito a Leonel. Cuando entro a su inmensa biblioteca, cuando veo su amor por el conocimiento y el aprendizaje constante me recuerdo de papá. Su pasión por los temas internacionales, su fidelidad a la causa ideológica de su partido -que le hizo traer a Fidel Castro y a Hugo Chávez a sabiendas de que le crearía resquemores con los amigos del norte-. Lo percibo como líder cuando veo su comportamiento leal para con sus amigos y compañeros pese a que, en la generalidad de los casos, no recibe de ellos similar reciprocidad. Cuando noto su compromiso con los valores democráticos que defendió con vigor ante la alta dirección del PLD; su alto sentido histórico -que lo hace abrazar causas justas y loables y reconocer los límites del poder- todas son razones de peso que me impulsan a continuar al lado de Leonel.
Es un hombre noble, que no le guarda a nadie, ni mantiene resentimientos por agravios inmerecidos. Aunque se moleste, al final se le olvida. Ese es Leonel, definitivamente, libra por libra, hoy por hoy uno de los políticos mejor formados y de mayores condiciones en el mundo político nacional e internacional, para orgullo de los dominicanos. De hecho, junto a Peña Gómez y Bosch, Leonel uno de los tres líderes políticos dominicanos internacionalmente más reconocidos.
Lamentablemente, hoy Leonel es aporreado por quienes llevó al poder. Mantiene una lucha desigual, en difíciles condiciones, contra un gobierno que él como nadie ayudó a conquistar. Porque no hay duda de eso, ninguna duda: Danilo llegó a ser Presidente en el 2012 por la voluntad de Leonel, que no escatimó esfuerzos para dejar su partido en el Gobierno y siendo factor decisivo, junto a las bases de su partido, en las reiteradas victorias electorales que ha protagonizado durante los últimos 20 años.
Lo que se ha probado en los últimos años es que Leonel no tiene fortuna. Aunque algunos le critican por una supuesta permisividad hacia algunos funcionarios, es un hombre honesto. Su pasión por la enseñanza le llevó a crear FUNGLODE, una
fundación que es hoy el centro de pensamiento más importante del país y uno de los más reconocidos de América Latina, donde miles de jóvenes han bebido de la fuente inagotable de una educación de alto nivel para el Servicio de la nación. Las edificaciones e inversiones allí realizadas no son patrimonio familiar, son herencia del pueblo dominicano.
Leonel sabe que soy un libre pensador, alguien que externa lo que cree. Sobre mi adhesión a su proyecto, él sabe que no compromete mis pensamientos. Al contrario, él sabe cómo es José Frank y comprende mi forma de ser.
En estos momentos de crisis por la pandemia del coronavirus, Leonel encarna el liderazgo adecuado para la nación. Debe ser electo presidente y trabajamos en ello. Ignoro si las circunstancias y la obsesión palaciega de impedirlo nos permitan llegar a la meta en julio, pero no cejaremos en nuestro empeño. El país lo necesita. Si tuviéramos conciencia de lo que nos espera durante los próximos meses, por las consecuencias y las graves secuelas sociales y económicas que está dejando este mortal virus, votáramos todos por él, por su capacidad y experiencia para dirigir en momentos de crisis y porque es el líder que puede inducir un gobierno de unidad nacional.
Hace 21 años sigo a Leonel y no importa que los beneficiarios de sus gobiernos, para complacer al césar de turno, abjuren de su amistad y que hasta su esposa le dé la espalda. Pero si algo está claro y él lo sabe, es que quien esto escribe no saltará del barco que el timonea.
Para beneficio del pueblo dominicano quiero que gane Leonel, que lleguemos al gobierno. Reconozco que de tanta oposición y abajismo aprendí cómo ganar. Son muchas las derrotas recibidas en el pasado, pero si nos toca seguir en ella (la oposición) el último que le tocará salir de esta obra, el último en acompañar al actor protagonista que es Leonel seré yo, aunque me toque apagar las luces del teatro.
Al finalizar, hago mías las palabras de Martin Lutero: “cuando la batalla se recrudece, se prueba la lealtad del soldado.”