Durante las últimas cinco décadas de vida democrática, la República jamás había transcurrido un sendero de incertidumbre social, política y económica tan marcados como el actual, debido a dos variables combinadas: la contingencia sanitaria mundial inédita originada en China, y la compleja campaña electoral bajo condiciones de pandemia, emergencia, distancia social y toque de queda.
Como resultado, los electores que se preparan –en medio de la tensión y el humo de Duquesa– para acudir a las urnas el próximo 5 de julio, han dependido durante meses prolongados de vías electrónicas alternas de información como portales digitales, radio, televisión, seminarios virtuales, redes, video-cibernéticos y publicidad a favor de uno u otro candidato a los comicios.
En medio de todo ese berenjenal, sectores interesados y fieles a la mentira política –como la serpiente venenosa en el Edén–, se deslizan de manera subrepticia sobre el caballito de la tecnología del siglo XXI para revalidar el recurso masivo recurrente del “fake-news”, las verdades alternativas, los bulos y el marketing político, con eufemismos como “nueva realidad”, más allá del análisis y la crítica necesarias en democracia.
La técnica es una constante en las formas tradicionales de hacer política. Abunda sin antídoto alguno bajo el paradigma tradicional del nuevo postperiodismo. Su objetivo: ablandar el mensaje y confundir el sentido crítico y analítico de la ciudadanía. En particular sobre realidades brumosas de la nación que alimentan lo banal y lo relativo como la falta de agua potable, energía eléctrica o el origen, responsabilidad y peligro letal de un virus chino importado que amenaza la civilización.
En una sociedad de mercado y de consumo, predomina la videopolítica y la televisión. Ambas son medios que refuerzan la legitimidad y la reputación del mensaje o del producto. De ahí que un candidato se pueda ofertar como si se tratara de un refresco, perfume o una cajetilla de cigarrillos. El asunto es reforzar la imagen ya que la ética y la verdad no son útiles a la mercadotecnia.
Falsear la certeza y mentir en comunicación ahora son esenciales al mensaje. La diferencia es que la fuerza de la veracidad –inherente a la imagen—da más eficacia a la mentira. Por lo tanto resulta más peligrosa en todo proceso político, dirimido en circunstancias excepcionales a través de los medios, con ejercicio autocrático grotesco y eufemístico juego de palabras, más aún en nombre de una pandemia.
La circulación de noticias falsas, que el elector asume como válidas en la medida que refuerza sus opiniones o convicciones, no es nueva. De hecho, la mentira subsiste porque si bien no describe la realidad con fidelidad, se plasma como tal en el cerebro del receptor a través de las redes y de manera exponencial. Muchos sienten que para salvar la salud hay que sacrificar la libertad en nombre de la seguridad; el mercado en nombre del centralismo; la democracia en nombre de la dictadura.
La desinformación, la manipulación y la mentira no son exclusivas de la “nueva realidad.” Antes, eran prácticas reprobables, condenadas y de consecuencias en sociedad. Ágilmente rebuscadas y maquilladas con retórica elaborada, doble mensaje y hasta códigos cifrados, que permitían imponer una mentira repetida mil veces a costa de derechos humanos fundamentales. El derecho a pensar, transitar, de culto, elegir y ser elegido, decidir por sí mismo, buscar y obtener información veraz, puede ser descartables en aras del discurso oficial, de progresistas, autócratas y globalistas.
Ahora la desinformación es más burda y la mentira más evidente. Es como si el umbral de tolerancia de la sociedad a ser engañada haya descendido a niveles jamás vistos. Donde su valor por la verdad y su apego a lo falso le resulte más permisivo, elástico, flexible en la medida que encaje con el sistema de creencias, mentalidad, cultura, necesidad, conveniencias y producto interno bruto.
Desdoblar la realidad, predisponer la intención del elector, desmontar y sustituir la narrativa sobre realidades innegables con el objetivo de alcanzar objetivos políticos, sociales, económicos o de posicionamiento estratégico con fines electorales, constituyen una amenaza implícita a la condición de estado republicano, democrático y representativo que sustenta la República.
En fin, las élites que controlan el poder y la política institucional, pese a los avances alcanzados, siguen sojuzgando el anhelo, la frustración y la decepción de gran parte de la ciudadanía. Aunque en su imaginario colectivo demanda acciones de sus representantes públicos apegadas a la verdad, ellas insisten en seguir gobernando o legislando a espaldas de todos y bajo condiciones de excepción, en el barco de la desinformación, la manipulación y la “nueva realidad” que busca imponer la posmentira.
Confucio, filósofo chino que vivió hace muchos años (551 a.C.-478 a.C) afirmó con marcada razón: “Aprender sin pensar, es inútil. Pensar sin aprender, es peligroso.” De manera que información es poder, si se aprende a utilizarla con inteligencia.