El licenciado Luis Abinader, candidato presidencial de una amplia y plural coalición de fuerzas políticas y sociales que encabeza el Partido Revolucionario Moderno (PRM), continúa consistentemente puntero en las simpatías electorales de acuerdo con la mayoría de las encuestas creíbles y las casi siempre infalibles evidencias empíricas sancionadas por los hechos y el sentido común.
(A menos de tres semanas de las elecciones pautadas para el próximo 5 de julio, todo observador objetivo está compelido a destacar -pese a la idea en contrario que los estrategas políticos oficialistas han intentado colgar en el imaginario colectivo- dos hechos que resultan ostensibles: primero, que el abanderado perremeísta se ha consolidado como el líder criollo de mayor arraigo popular; y segundo, que su principal competidor -a juzgar por las expresiones tangibles y mensurables de conquistas y sumatorias exhibidas hasta el momento- no parece haber experimentado un crecimiento potencialmente riesgoso para la principalía de aquel).
Poca gente discute en el país que el licenciado Abinader presenta credenciales inmejorables: con un origen familiar de alta prosapia ética, una conducta personal sobria y decente, una aproximación político-conceptual de tendencia socio-liberal y un ejercicio profesional de emprendeduría y desarrollismo, en un tiempo récord ha logrado convertirse en el líder dominicano de su nivel con mejor imagen pública y, al mismo tiempo, en el candidato presidencial que más expeditivamente encarna las esperanzas y los anhelos de cambio, avance y bienestar de nuestra sociedad.
Paralelamente, el postulante oposicionista ha alcanzado una contrapartida de raíz generacional nada despreciable en estos tiempos de globalización y posmodernidad: proyectarse, dentro de la galería de las figuras mayores de la política dominicana, como el más representativo del tipo de liderazgo (ideológicamente flexible, mentalmente abierto, con buenas relaciones en el exterior y dueño de un enfoque actualizado y pragmático de la realidad) que ha estado floreciendo en un mundo caracterizado por continuas, desafiantes e irreversibles transformaciones tecnológicas y de conciencia.
Esos singulares perfiles del licenciado Abinader son los que, valga la insistencia, en buena medida han hecho posible que, tras más de tres lustros de gobiernos peledeístas en los que las sombras han sido notoriamente mayores que las luces, haya emergido como el más popular y con menos tasa de rechazo de los líderes políticos del país y, simultáneamente, como una figura que -debido a su fuerte blindaje frente a los embates de la politiquería, la inescrupulosidad y la sinrazón- ya es referencia obligatoria de decencia, transparencia y pulcritud en el escenario partidarista dominicano.
Aunque de veras no hay manera de hacer comparaciones razonables entre el licenciado Abinader y el candidato del partido de gobierno (porque éste, que es su adversario menos débil de cara a los próximos comicios, no es un líder político propiamente dicho), es imposible no reparar en que luce, por un lado, más limpio, transparente y fresco, y por el otro con una visión del país y del mundo más integral y acabada. Lo otro, por supuesto, es lo evidente: el líder perremeísta está a todas luces libre de los amarres con el presente que hacen de su competidor un compromisario de los desmanes de las administraciones del grupo partidario hoy dominante y, si hemos de sujetarnos a lo innegable detrás de los biombos, un rehén político del actual presidente de la república.
(Ojo: dentro de esa última condición que le es imputable, los pecados políticos atribuibles por comisión, omisión o expiación al abanderado oficialista son cuantiosos, pero dos alcanzan relieve de riesgo y peligro para el futuro inmediato de la nación dominicana: representa la continuidad en la dirección de la cosa pública de una tendencia partidaria éticamente descompuesta y de un equipo de gobierno errático, ensoberbecido y decrépito, además de que exhibe como suyo un liderazgo ajeno, apócrifo y artificioso cuyo verdadero dueño está y estará operando siempre sobre sus espaldas como una inevitable y ladina sombra tutelar).
Por fortuna, hace tiempo ya que la gran mayoría de los dominicanos tiene plena conciencia y absoluta convicción de esas diferencias abismales existentes entre el licenciado Abinader y su inorgánico contendor, y a despecho de que el gobierno ha usado descarada y apabullantemente a favor de éste último los recursos que le ha provisto el Estado de Emergencia por la crisis sanitaria en marcha, hasta el día de hoy no existe evidencia creíble -más allá de las encuestas de pago y la vocinglería del bocinazgo paragubernamental- de que se haya modificado semejante talante.
Y es que hay una realidad que ya reconocen “sottovoce” los peledeístas menos fanatizados: el gobierno y el PLD han agotado sus posibilidades históricas (no pueden manejar una oferta programática fiable porque ya lo han prometido todo en veinte años, y no han cumplido gran cosa) y, aparentemente embotados por el hartazgo de poder, presentan síntomas de un mongolismo político morboso y de una increíble falta de creatividad: tanto sus tácticas como su estrategia están normadas por el clientelismo y la politiquería (disfrazados de “programas sociales” o “ayuda solidaria”), en la obtusa creencia de que el voto ciudadano puede ser eternamente narigoneado con dinero, dádivas y coerción económica.
Así las cosas, el gobierno y el PLD han reiterado en el curso de la presente crisis su vieja y deleznable práctica de darle un uso inmoral, descarado y abrumador a los recursos del Estado -incluyendo ahora hasta parte del dinero depositado en las AFP- para tratar de extorsionar a los votantes más vulnerables material y espiritualmente, inundar de publicidad tanto los medios convencionales como los digitales, cooptar comunicadores y hacedores de opinión, y pagar encuestas y muestreos de pacotilla en procura de crear la impresión de que su candidato tiene la victoria asegurada o de que, cuando menos, puede pasar a una segunda vuelta.
La simple verdad de hoy, empero, es que esa matriz de acción política del gobierno y del PLD (que en los últimos tres meses los ha llevado a anular virtualmente al Estado para poner en manos de sus candidatos -presidencial, vicepresidencial y congresuales- toda la política de auxilio social de éste, financiada con préstamos y con los aportes del contribuyente) se ha develado un fiasco, y el licenciado Luis Abinader sigue, de manera firme e indetenible, capitaneando las preferencias en el electorado con una gradación porcentual que promete ser suficiente como para que no haya segunda vuelta.
Y es que hay una cosa que la cúpula gubernamental no acaba de entender: cuando los pueblos se cansan de los desmanes de quienes los gobiernan, aunque se desate un verdadero tsunami de dádivas, prestaciones y promesas (en nuestro caso abiertamente manejadas por sus candidatos, desde el viejo pan romano hasta el novedoso gas propano al granel, sin olvidar el “salami” y los viajes en avión que rememoran la historia del “negocio del capaperro”), su decisión expresada en votos es imposible de modificar. Porque hay momentos del devenir en que sólo cuenta la voluntad popular pura, y en la República Dominicana de hoy estamos en uno de esos.
La vida, pues, ha colocado al licenciado Abinader en el umbral de la historia y en la senda focal de nuestro destino inmediato como nación, y todo indica que él está honesta y adecuadamente preparado para asumir la responsabilidad que ello involucra: sus raíces conocidas, sus condiciones personales y sus apuestas político-programáticas alimentan y legitiman la esperanza colectiva de que encabezará, a partir del 16 de agosto del año que discurre, un verdadero proceso de cambios trascendentales y de regeneración ética en el Estado y la sociedad dominicanos.
(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo.
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