En la medida en que las sociedades van perdiendo sus valores intrínsecos, en esa misma proporción, desaparecen poco a poco los paradigmas que, previo al deterioro, le hacían sentirse y mostrarse al mundo con la frente en alto, con aptitud de orgullo y henchidas de símbolos.
Con pesar veo cada día cómo el pueblo dominicano ha ido, paulatinamente, dejando escapar el respeto ganado por décadas de ser una comunidad de hombres y mujeres valientes, incansables trabajadores de sol a sol, entusiasta, esperanzado y enamorado de los logros de su pasado con miras a agenciarse un futuro mejor.
Es como, si de la noche a la mañana, todo el esfuerzo, la crianza, los ejemplos ancestrales, las enseñanzas, son negados a continuarlos. Percibo que han quedado enterrados. Perdidos en la nada. Aunque no es mi interés generalizar el mal social, hoy, sin dudas, nuestra sociedad se debate en ser o no ser lo que fue, y en lo que aspira ser en lo adelante. Observo los cambios, con mucha aflicción.
Tener en la mesa un plato de comida en tres horarios al día era y sigue siendo una satisfacción personal y familiar, pero, ganados con el “sudor de la frente”. Tiempos atrás, en esa misma tesitura, dignificaba también tener una almohada limpia.
Y no es que aquello de ganarse la vida “con el sudor de su frente” ha dejado de existir en el seno del pueblo, es que, por competencia, por moda, por apariencia, por hacer creer, por los tiempos, ya no significa tanto tener o procurar bienes de cualquier modo. Ser como se era o como se vivía, indiscutiblemente, ha cambiado.
De procurarse los recursos y cubrir con ellos sus necesidades más perentorias es el ejemplo, y luego, lo que llega por añadidura siempre ha sido bien recibido, en todos los tiempos. Pero, primero: “Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, de la que fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás”, Génesis 3:19.
Al referirme a las cosas que puedan llegar por “añadidura” hasta la puerta de la casa, quiero significar que no siempre estas son bienvenidas por no provenir de un sano interés para la persona o familias que así lo reciben.
Desde que tengo uso de razón he visto personas, fundaciones, asociaciones y gobiernos realizar amplios operativos solidarios de entrega de alimentos, artículos de primera necesidad y enseres domésticos, con la finalidad de socorrer al hermano, al amigo, al vecino o a quien fuere, ante pérdidas materiales provocadas por desastres naturales y otras por el hombre.
Esas ayudas, en momentos angustiantes, son bien recibidas y aplaudidas, no obstante, las mismas no deben confundir al o los beneficiarios de que esa solidaridad pueda convertirse en un eterno “dao” de todo cuanto necesiten para vivir, sobre todo, su alimentación.
Para un hombre o una mujer de buena salud, considerado joven, y con cierta libertad de pensamiento, resulta frustrante, a mi modo de entender, sentarse diariamente a comer unos alimentos producto del “dao”. Dejando atrás su mayor anhelo de obtener un empleo donde pueda ganarse su existir como Dios manda.
Era de esperarse, sin sorpresas de ningún tipo, que en el actual proceso electoral el “dao”, sin miramientos ni estupor, iba a hacer de las suyas, a tal punto, que se anuncia su ampliación a futuro, como si fuese una milagrosa conquista laboral colectiva, principalmente, aprovechando ahora el estado de emergencia en que se encuentra el país por la pandemia mundial fruto del Coronavirus que ha coincidido con la campaña a la Presidencia de la República y al Congreso Nacional.
Ciertos candidatos presidenciales compiten a dúo sobre quién anuncia un mayor aumento del “dao” en caso de ser favorecidos con el voto este 5 de julio. Entre las promesas incluyen llegar a un público mayor al que realmente requiere ser asistido por el gobierno, con tal de recibir la “gracia del voto anhelado”.
Pese a que es una práctica antigua y ya radicada en el seno de nuestra sociedad, no es de sabios pasar por alto la mística de: “Enseña a pescar, en vez de regalar el pez”.
Es bochornoso e indelicado prometer el “dao” hasta de la respiración. Una sociedad que acepte vivir de migajas, sencillamente, es una sociedad indigna.