A una semana de las elecciones presidenciales y legislativas, en la República Dominicana prevalece una atmósfera política que augura la definitiva debacle comicial y subsecuente salida del poder de la hasta hace poco imbatible falange que ha conducido los destinos del Estado en los últimos tres periodos constitucionales: la encarnada por el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) y sus ahora mermados aliados.
Como contrapartida, una nueva y plural alianza sociopolítica con raíces estructurales en el perredeísmo histórico y cuyo vuelo realmente promisorio empezó a remontar en el tramo postrero del año pasado, se ha enseñoreado espectacularmente en el panorama electoral y avanza a pasos agigantados hacia la victoria: la representada por el Partido Revolucionario Moderno (PRM) y sus profusos aliados.
(Aunque nadie puede desconocer que la Fuerza del Pueblo -FP- se proyecta con cierto potencial electoral, lo palmario es que ella no luce con posibilidades de obtener otra victoria que no sea la que le marca su estrategia política inmediata frente a sus antiguos conmilitones: contribuir con su desalojo de la dirección de la cosa pública para iniciar un proceso de pulseo, reseducción y captación respecto de su dirigencia media y sus bases en igualdad relativa de condiciones).
Los asertos precedentes han quedado concluyentemente legitimados con la sorpresiva decisión del presidente Danilo Medina de integrarse a la campaña de su organización partidista (en el entendido de que él se había reservado para participar exclusivamente en el proselitismo de una segunda vuelta que se apostaba irremediable), una decisión que parece tener su origen fundamentalmente en el hecho de que la cúpula gubernamental ha hecho ya conciencia de que su descalabro político ha sido tan demoledor que ha creado las condiciones para que se produzca un desenlace electoral fuera del balotaje.
El hastío y la aversión de importantes sectores de la población ante la prolongada y agobiante administración peledeísta, la elección de un candidato controvertido en origen y aptitudes, la quiebra del bloque político-social que la había sostenido, la creciente irritación con el gobierno de grupos representativos de los poderes fácticos y, sobre todo, la insurgencia de un candidato fresco, decente y pujante como abanderado de la oposición, han sido factores nodales para la aparición de la citada ambientación de cambio inminente.
Por supuesto, lo más trascendental de todo ello reside en lo primero: una vez más se ha demostrado que el uso abusivo de los caudales del Estado no es un recurso necesariamente infalible en la acción política aún en sociedades integradas de manera mayoritaria por personas pobres y de clase media baja: aquello ciertamente puede ser decisivo durante un tiempo, pero a la postre los ciudadanos se sobreponen a los espejismos, las presiones y las urgencias derivadas de sus necesidades vitales y encaminan su voluntad hacia lo racional y el bien común.
En otras palabras: ha fracasado la influencia todopoderosa del control mediático convencional, pilar esencial del largo predominio cultural del peledeísmo, básicamente hecho trizas por un activo y esclarecedor ejercicio de ciudadanía responsable (tanto de procedencia partidaria como de etiología independiente) en los canales alternativos de comunicación (redes sociales y medios digitales), lo que posibilitó la ruptura del monopolio gubernamental al respecto, puso al desnudo la naturaleza mercenaria del bocinazgo y generó nuevas formas de expresión y conciencia en la sociedad.
También ha fracasado estrepitosamente la soez política de preservación del voto favorable de los grupos humanos “carenciados” y “vulnerables” a través de la intimidación económica y el chantaje político: la cesión de la candidatura vicepresidencial a quien dirige los programas sociales gubernamentales terminó en un verdadero fiasco, puesto que no ha redituado los beneficios esperados: no entrañó un aporte de importancia en términos de preferencias electorales en favor de la fórmula peledeísta.
Igualmente ha fracasado el manejo politiquero de la crisis sanitaria, pues aunque el gobierno (contrariando la lógica elemental y las más sanas expectativas colectivas) le cerró las puertas de la participación en la solución de la misma al resto de los actores sociales (partidos, gremios, iglesias, etcétera) con el expreso propósito de hacer provecho de la situación para obtener aprobación ciudadana y puntaje político en favor de su candidato, en los hechos aconteció lo contrario: ha cosechado una gran repulsa nacional.
Asimismo, ha fracasado la táctica de entregarle en la práctica el gobierno al candidato oficialista para que se sirviera con cuchara grande de los recursos públicos: las instituciones públicas fueron sustituidas por aquel, que fue vendido publicitariamente como el campeón de la “ayuda social” y de la solidaridad porque desarrolló una colosal y avasallante campaña de distribución de bienes (alimentarios, médicos, domésticos, etcétera) y otorgamiento de favores y mercedes (viajes gratuitos, pagos de tratamientos médicos, reconstrucción de casas, etcétera), y aún así la población mayoritariamente continúa negándole su voto.
De la misma manera, ha fracasado la política de privilegiar en el trato gubernamental en tiempos electorales a una parte ínfima y focalizada del sector financiero y del empresariado mientras se le “torcía el brazo” a los demás (la inmensa mayoría de los pequeños, medianos y grandes operadores de negocios) por conducto de “advertencias”, golpeos económicos indiscriminados, relaciones contractuales punitivas y mecanismos de presión fiscal rayanos en la extorsión: ya nadie en el sector productivo se está dejando amedrentar por los prebostes palaciegos.
En fin, esta vez al gobierno y al PLD casi nada le ha salido bien: su viejo “librito” para ganar elecciones perdió eficacia, y todo se le ha estado yendo “a pique” o ha concluido con efectos contraproducentes: en el país se percibe una rebelión política y social en su contra (unas veces silenciosa y otras de manera abierta y declarada) que es preludio indefectible de su naufragio electoral.
Y es que, efectivamente, hoy estamos en presencia de una simple verdad: en la sociedad dominicana se siente la expectación que es propia de los grandes estremecimientos históricos: rugen por doquier vientos huracanados de cambio político (tal y como ponen sobre el tapete las encuestas de fiar y las manifestaciones cotidianas de la gente en las calles y en los medios de comunicación), y la impotencia y la imposibilidad gubernamental de contenerlos son más que evidentes.
En cuanto a las encuestas, las tres más certeras y creíbles que se han conocido sitúan al candidato del gobierno en una posición de derrota aplastante: una (la Gallup-Hoy) lo coloca a 18.2 puntos porcentuales por debajo, otra (la Greenberg) lo coloca en una desventaja de 27 puntos, y la que lo trata de manera más generosa (la Mark Penn) lo sitúa perdiendo por 12 puntos. Como en todos los casos se pergeña como viable una solución de primera vuelta, la inferencia es obvia: le llegó su “mala hora” al gobierno y el PLD.
En lo atinente a las manifestaciones diarias de la gente, cada vez más dominicanos se pronuncian contra la opción presidencial oficialista a viva voz en lugares públicos o mediante actos de juramentación o adhesión ante la dirigencia de la oposición, cada vez más se nota el la mudez y la frustración de sus prosélitos más entusiastas, y cada vez más se incrementa la inundación de denuncias y muestras de rechazo que se producen tanto en los medios convencionales de comunicación como en los digitales.
No hay, pues, en el panorama político de hoy, si hemos de ser objetivos, ni factores materiales o subjetivos (muestreos, estudios de opinión, percepciones, etcétera) ni modelos de análisis (estadísticos, sociológicos, politológicos, combinados, etcétera) que den pie razonablemente a la posibilidad de que haya una segunda vuelta electoral: todo indica que este domingo 5 de julio habrá un voto de avalancha que definirá incontestablemente la contienda comicial, y el próximo presidente de la república lo será el licenciado Luis Abinader.
(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo.
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