Fue ternura a primera vista. Llegó de la mano de su padre, hurgó en el nuevo espacio intentando hacer un reconocimiento hasta que se dio cuenta de que era un espacio pequeño.
Había bebido de la mañana su mejor parte y se le escapaban rayitos de sol por los ojos. Parecía perderse entre las partículas de aire, como hilvanando ficciones en un mundo alterno.
—Iiiiiiii —era su única palabra, su única oración.
La repetía una y otra vez con distintos tonos, como si el cambio de tonos diera sentidos distintos a esa vocal.
Y Guillermo se convirtió en el explorador de aquella mañana de verano. Su mano, a veces, sin querer, tomaba la mía como buscando afianzarse en un puente de amor inadvertido. Al mismo tiempo, alzaba un vuelo particular… escapando, lejos, muy lejos, de aquella extraña y fría oficina. Su turno no llegaba y al parecer tardaría mucho más. Mientras el padre completaba unos formularios que exigía el protocolo de la oficina, Guillermo caminaba; daba vueltas; se ponía en cuclillas; empezaba a contar los sueños que llevaba entre sus dedos, dedos que se transformaban en alas de duende; luego, daba con las manos tres golpes en el piso y seguía volando.
—Iiiiiiiiiiiiii —subía el tono de su melodía.
Buscaba su “juguete” para decirle a su padre que se quería ir. “Caminar” —decía la máquina, pero su padre no escuchaba, seguía llenando hojas y hojas detallando los pormenores de su historial. Creo que buscaba aliento entre el papel y la tinta, antes de seguir imponiendo amor a su hijo nacido para despertar mariposas.
—Iiiiiiiiiiiii —argüía con carácter. Y cuando la puerta se abría, se escapaba para ir o para volver a cualquier parte, con su mirada llena de luz.
Yo estaba esperando también a que llamaran a mi hija. Habíamos ido allí buscándole solución a un problema raro.
Guillermo tropezaba una y otra vez con nuestras piernas y retomaba su vuelo, perdido en el tiempo y en el espacio. Al ritmo de esta danza regresaba con sus alitas de duende a decirle a su padre iiiiiiiiiiiii. Era evidente que quería irse. Quise abrazarlo, pero no me atreví. En un mundo en el que se intenta resguardar a los niños de la maldad cotidiana, no lo consideré apropiado. Uuuff, hice un esfuerzo para contener las ganas, aunque lo abracé con el pensamiento, dirigida por su zigzagueante y profunda mirada, buscando conectar con su frecuencia, con su hermosa vibración. Los niños que esperaban su turno miraban a Guillermo asustados. Y sí, no había duda, Guillermo era especial y auténtico. Por eso, quizá sin conocerlo me inspiró tanta ternura.
La oficina fue vaciándose. Mi hija ya estaba dentro con la doctora. Entonces el iiiiiii iiiii iiiii de Guillermo se intensificó, no quería seguir esperando en ese lugar. Vi como sus manos se bamboleaban en el aire intentando capturar sus sueños. Guillermo escapaba impetuosamente de la obligación de estar presente, daba tres golpes en el suelo, como agitando mariposas, le nacían alas entre los dedos y transformaba aquella oficina en un solemne y misterioso mariposario.
Cuento
Autora: Tania Anaid Ramos González, AZULA
Puerto Rico