El gobierno pasado hizo una inversión multimillonaria en prensa y publicidad, lo que le permitía establecer los temas de la agenda nacional.
En pocas palabras: la gente hablaba sobre lo que los estrategas pagados por el Estado querían. Es así como de un escándalo de corrupción –de esos que estremecen a la sociedad- apenas se comentaba durante dos o tres días a lo sumo, porque se encagaban de tumbarlo y poner sobre el tapete a otra temática.
En muchas ocasiones un escándalo tumbaba a otro y el presidente Danilo Medina ni se inmutaba. Su respuesta siempre fue el silencio, respondiendo a una escuela de teóricos del marketing político que considera que aclarar algún aspecto negativo, que afecta la imagen del presidente, es caer a la defensiva. Es la razón por la cual el expresidente se mantuvo en silencio durante ocho años y no respondió a ninguna imputación de corrupción pública.
La gigantesca publicidad, los medios de comunicación social y las bocinas se encargaban de presentar al presidente como un hombre trabajador, inclusive los fines de semana, con sus famosas visitas sorpresas, que no responde a chismes, que transformaba el país con sus obras, que mantuvo estabilidad macroeconómica, crecimiento récord del Producto Interno Bruto (por encima de todos los países de la región) y que era capaz de dar la vida por su pueblo.
La imagen pública es la representación que la sociedad establece respecto a una persona, entidad u organización, en base a las impresiones y la información que esta recibe. La imagen no es lo que uno cree que es. Ni siquiera lo que uno es. La imagen es lo que los demás piensan que uno es.
Y el excelente trabajo de imagen pública que le hicieron a Danilo Medina lo convirtió durante varios años en el presidente mejor valorado en todo el continente, a pesar de conducir al país con los niveles más elevados de corrupción pública, carente de instituciones independientes, con pobre inversión en salud, con mala calidad de la educación, con altas tasas de pobreza social y de desempleo, con déficit en los servicios eléctrico, agua potable y viviendas, con alto grado de inseguridad ciudadana, con la peor policía y con un endeudamiento externo que superó el 54% del PIB.
La impresión que tengo es que Luis Abinader pasará a la historia como uno de los mejores presidentes. Quizás el mejor. Mejor que Meriño, que Bosch y que Antonio Guzmán.
Exhibe honestidad y transparencia, da prioridad a las necesidades básicas, organiza la administración pública, condena la corrupción del pasado y del presente, prepara las bases para la separación de los poderes, desaprueba el culto a la personalidad, relanzará la economía, enfatizando el turismo –dada las condiciones naturales de nuestro territorio–, y muestra humildad, al practicar el diálogo y la retroalimentación comunicacional.
Humildad de verdad. ¿Cuándo los últimos presidentes salieron de palacio para ir a visitar a líderes opositores a sus propias casas, para conocer sus opiniones sobre algún problema nacional? Ninguno. Danilo Medina nunca respetó a los líderes opositores ni los mencionaba por sus nombres siquiera.
Pero esas cualidades de Luis Abinader y esos grandes logros –logros que estoy seguro que vendrán– tienen que ser publicitados en su momento. Y necesitará de gente que sepa de comunicación, para que su inmensa obra de gobierno sea conocida por todos.