Por Claudio Acevedo.-En esta sociedad de superficialidades, donde todo se convierte en una competencia de trivialidades, la democracia está perdiendo el contenido esencial que la hace grande: la posibilidad de elegir libremente la mejor opción posible entre un menú de candidatos, con miras a la salvaguarda del interés general.
Esta posibilidad de emitir nuestro voto con aparente libertad de criterio y de decisión viene contaminada de origen, cuando el elegir deja de ser un asunto de decisión para convertirse en una cuestión de impresión, de quien encandila mejor los sentidos.
Al elegir un candidato nos comportamos más como consumidores que como ciudadanos. El consumidor prefiere un producto y hace la elección del mismo en base a consideraciones de gusto, sabor, apariencia, que tienen más que ver con lo emocional que con lo racional.
Las apreciaciones sobre quien tiene más calidad humana, profesional y política para representarnos mejor se toman muy poco en cuenta ante la creación de percepciones, imposiciones y condicionamientos de la campaña publicitaria más poderosa.
De modo que las elecciones ya no es el terreno donde las ideas y los valores humanos son los factores importantes y determinantes en la decisión final de votar. El protagonismo lo tienen la cantidad de exposiciones públicas, el histrionismo, las gesticulaciones y otras banalidades.
En tanto que, las cualidades y principios que hacen mejor a un gobernante y le dan sustento y sustancia a sus acciones, a sus medidas y políticas públicas, no figuran como motivaciones para elegirlo.
De ahí, que vemos que las campañas los programas, los planes y propuestas son simplemente ornamentales, quizás para cumplir requisitos políticos, porque lo que se ve son guerras de epítetos, denigraciones personales sin límites éticos, campaña sucia y baños en lodazales.
Se trata de una democracia de simulaciones y espectáculo, ideal para showmans, stripper partidistas y malabaristas de la palabra, donde la política justa y seria se extingue. Por eso, me pregunto, qué tan legitimas pueden ser unas elecciones cuando la mala calidad de la representación y los intereses turbios a los que obedece, no merece la cesión de soberanía popular que implica el voto.
¿Puede una celebridad que solo sabe cantar o brincar en un escenario, representarme realmente por más votos que haya sacado? ¿Sobre todo, si no acompaña su atractivo artístico o personal con la vocación, espíritu de servicio y preparación idónea para el cargo? Son preguntas que no tienen respuestas satisfactorias en los términos y en el contexto en que se da el juego democrático moderno.
Por eso, la mayoría se decepciona cuando se da cuenta de que no está siendo real y correctamente representada. De ahí la necesidad de introducir, algún día, la revocatoria de los cargos elegibles para subsanar este defecto de la democracia y no tener que “chuparnos” hasta el final un servidor que solo se sirve a sí mismo y debe su cargo a sus argucias y habilidades seductoras.
¡Cuántas relaciones sentimentales han sido fugaces por haberse establecido sobre la base de lo sensorial, las formas y las apariencias! ¡Cuántos amores han sido flor de un solo día porque se originaron en un simple “me gusta”! Lo mismo también ocurre en nuestra vida democrática cuando obviamos el fondo y decidimos por lo primero que accede a los sentidos.
La democracia a la que debemos aspirar debe ser algo más que si me gusta o no me gusta. Debe estar afincada en lo justo y necesario, en valorar trayectoria y conductas, hechos y actuaciones y no simplemente poses para consumo de la opinión pública. La democracia electoral debe obedecer a un debate de ideas y posiciones ante de que fijemos una postura definitiva ante los candidatos.
Ya basta de que compremos candidatos como quien compra una pasta dental, porque la política es otra cosa y sus consecuencias no son tan simples como desechar luego el producto que tras probarlo descubrimos que no nos gusta.
La forma como hemos vivido la democracia, como hemos ejercido la política, nos afecta en lo individual y en lo colectivo. Por eso vivimos circularmente recreando nuestros viejos males, criando corruptos nuevos y reciclando los tradicionales, patinando en las mismas falencias, y es que no hemos cambiado la manera de concebir y practicar la democracia.
Una democracia donde nuestros elegidos toman acciones y deciden por nosotros. Una democracia donde quedamos relegados al olvido, a la pasividad y la sobrevivencia. Hasta que llegue otra vez el acto mecánico de depositar el voto en una urna.