Esa adoración por el pasado hace del negacionismo una fuerza política. Se criminaliza casi todos los avances de las últimas décadas, como el ambientalismo, la emergencia climática, el indigenismo, la equidad de género y la diversidad sexual, las organizaciones no gubernamentales, el multilateralismo o las políticas afirmativas e inclusivas.
Análisis de Mario Osava
RÍO DE JANEIRO, (IPS) – La brasileña Maria decidió no tener hijos, pese a su pasión por los niños que canaliza hacia sus sobrinas. “No me alienta el futuro que le tocará a las nuevas generaciones. ¿Qué planeta les dejaremos?”, argumenta.
Sus razones son ambientales, especialmente la catástrofe climática y la deforestación que acompaña directamente en sus casi 40 años. Sufre hasta el llanto los incendios que actualmente devastan su Amazonia natal y el Pantanal, el mayor humedal del mundo.
Maria, seudónimo a su pedido de una profesora y ambientalista, representa una creciente cantidad de mujeres y parejas que renuncian a la procreación ante el porvenir sombrío, no solo por la crisis ambiental, sino también por la extinción de empleos y otras tendencias previstas, incluida la de pandemias más frecuentes.
Aunque no sea este su caso, ella percibe en su entorno como, ante la desesperanza, la tentación natural es negar la amenaza y buscar el retroceso.
Con sus peculiaridades nacionales, el pasado como utopía es un rasgo común de los gobiernos de extrema derecha que ganaron fuerza y elecciones últimamente en el mundo.
“Make America great again (hagamos a Estados Unidos grande otra vez)”, la consigna de Donald Trump que lo encumbró a la presidencia, apunta al largo período de progreso de su país, después de la segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Trump resultó electo en 2016 con los votos decisivos de los obreros desengañados del decadente “cinturón del óxido”, la región industrial por décadas en manos de los adversarios demócratas.
El Brexit, el proceso de la salida británica de la Unión Europea, se aprobó por una pequeña mayoría en el referendo de 2016 que devolvió el poder a los conservadores, por el sueño de revivir al esplendor del Reino Unido supuestamente sacrificado por la integración al continente desde 1973.
Las referencias nostálgicas son más lejanas en los regímenes dichos “iliberales” del Este europeo, como los de Hungría y Polonia. Vienen de antes del dominio comunista en la Unión Soviética, de la vieja religiosidad cristiana y de las tradiciones autoritarias.
En Brasil la singularidad del proceso es la vuelta del poder castrense en un cuadro institucional distinto de la dictadura militar de 1964-1985, tras tres décadas de redemocratización del país bajo la nueva Constitución Nacional, aprobada en 1988.
Jair Bolsonaro, un excapitán que dejó el Ejército en 1988 prácticamente expulsado por indisciplina, ganó la presidencia en octubre de 2018 con un discurso religioso contra la izquierda y el sistema político, con opiniones regresivas en temas morales, ambientales y educativos.
Su triunfo, sorprendente para un mediocre e improductivo político en sus 28 años como diputado nacional, conocido solo por sus diatribas misóginas, homofóbicas, racistas y pro dictadura, lo consolidó como el líder de los militares, al devolverles el poder y la dignidad, degradada por una redemocratización que los tildó de verdugos de la nación.
El hijo pródigo del Ejército protagoniza una revancha de los resentidos o, como definió el vicepresidente Hamilton Mourão, un general retirado, una alternancia de fuerzas políticas en el poder.
Pero volver a un gobierno militar inspirado en el ciclo anterior seria destruir la democracia construida en los últimos 35 años. Bolsonaro dijo, durante la campaña electoral, que su misión es reconstruir “un Brasil similar al que teníamos hace 40 o 50 años”.
Apunta exactamente al período más represivo de la dictadura, entre 1968 y 1977, años en que se graduaron como oficiales del Ejército tanto Bolsonaro como Mourão y los demás generales que componen el núcleo político central del gobierno.
Es también la época del “milagro brasileño”, con la economía creciendo más de 10 por ciento al año entre 1968 y 1973, de las campañas patrióticas con la consigna “Brasil, ámalo o déjalo” y de la canción “Pra frente Brasil” (Adelante Brasil), celebrando el tricampeonato mundial de fútbol (México 1970).
Bolsonaro y Mourão dejan claro esa referencia utópica al celebrar como “héroe” al ya fallecido coronel retirado Carlos Brilhante Ustra, jefe del Centro de Operaciones de Defensa Interna de São Paulo, principal órgano militar de detención y torturas a opositores, entre 1970 y 1974.
Para los militares en el poder, sea en el gobierno o en el comando de tropas, no hubo dictadura en aquella época, sino la defensa de la democracia ante la amenaza comunista.
El golpe militar de 1964, cuando así es reconocido, fue necesario exactamente para evitar una dictadura. Se trató de “un marco (¿hito?) para la democracia”, definió este año el ministro de la Defensa, general retirado Fernando Azevedo e Silva, en el mensaje de celebración del aniversario del cuartelazo el 31 de marzo.
Subversión de la historia es algo también común a los movimientos ultraderechistas, probablemente más burdos y dañinos en Brasil, donde la extrema derecha es casi un monopolio militar. Los civiles de esa corriente lo que hacen es reclamar la intervención castrense.
Es muy difícil imaginar el éxito de gobiernos guiados por falsas premisas, como el pasado idealizado y la negación de los avances científicos que incluyen el conocimiento del cambio climático y tecnologías ahorradoras de mano de obra.
En Brasil la contradicción entre dictadura militar justificada por amenazas comunistas, matriz de incontables teorías de la conspiración, mantuvo el país bajo tensión y aparentes intentos golpistas de Bolsonaro durante meses, hasta el 18 de junio, cuando la policía detuvo a Fabricio Queiroz, un amigo y asistente del clan Bolsonaro que puede convertirse en un testigo fatal de la corrupción familiar.
Retroceder conlleva en general el autoritarismo. En Hungría la inspiración es el almirante Nicolás Horthy, jefe de Estado de 1920 a 1944, aliado del nazismo alemán, un símbolo para el “nuevo” nacionalismo de ultraderecha que encarna el primer ministro Viktor Orbán.
En Polonia, los sucesivos gobiernos del ultraderechista y ultracatólico partido Ley y Justicia, han impulsado que decenas de municipios se declaren libres de la “ideología LGTBI” y se prohíba que en ellos vivan personas y familias no heteroxesuales, en otra regresión, esta vez moral.
El intento de imponer costumbres y valores ya superados conlleva en general el atropello de derechos.
Un ejemplo son los bolsonaristas que intentaron en agosto impedir el aborto de una niña de 10 años, víctima de reiteradas violaciones de un tío durante cuatro años, negándole así un derecho garantizado desde 1940.
Esa adoración por el pasado hace del negacionismo una fuerza política.
Se criminaliza casi todos los avances de las últimas décadas, como el ambientalismo, la emergencia climática, el indigenismo, la equidad de género y la diversidad sexual, las organizaciones no gubernamentales (ONG), el multilateralismo o las políticas afirmativas e inclusivas.
En Brasil la “teoría” del marxismo cultural es perfecta para los militares, al justificar la guerra a los “enemigos internos”, a los “comunistas” insidiosos y disfrazados que persistirían en el intento de una revolución totalitaria.
En su argumentario, avalan su teoría de la conspiración hechos como que la expresidenta Dilma Rousseff (2011-2016), los cuatro ambientalistas más conocidos del país y algunos historiadores sean exguerrilleros que combatieron la dictadura.
Los hombres en armas, retirados o no, ya dominan amplios sectores del gobierno, desde energía e infraestructura, ambiente, salud y tecnología. Un coronel acaba de asumir una fundación de fomento de las artes, lo que hace temblar no solo al mundo de la cultura.
La Amazonia se convirtió un asunto netamente militar. El vicepresidente Mourão preside el Consejo Nacional que coordina las acciones locales, con 20 generales y coroneles, y sin participación de las ONG que, según Bolsonaro, son un “cáncer”.
Los militares ahora acaparan funciones administrativas, con once de los 23 ministros.
Políticamente ya eran la columna vertebral del gobierno desde las elecciones. Siempre disfrutaron de la confianza popular, que estaba en el apogeo en 2018, cuando Bolsonaro ganó las elecciones presidenciales.
Una mayoría de entrevistados, 63 por ciento, ya manifestaron una aprobación alta o regular de los militares en una encuesta del Instituto de la Democracia, en marzo de 2018, y un sondeo en junio de este año muestra que ese respaldo no se ha minado notoriamente con su participación protagónica en el poder.
Mientras, 80 por ciento de los encuestados se declararon entonces insatisfechos con la democracia y 55,3 por ciento incluso consideraban “justificable” un golpe militar en caso del recrudecimiento de la criminalidad.
Siguen asegurando estabilidad al gobierno, pese a la pérdida de popularidad a causa de las medidas y discursos irracionales que son el pan de cada día en el gobierno que apuntalan.
ED: EG