Tiempo atrás, a un ladrón le decían así: ladrón, y la gente buena les sacaba el cuerpo. Tanto, que si venía uno de frente, le dejaban para él solo la acera. Los ladrones vivían solos y morían sin gloria y sin pena. Entonces era cosa imposible compartir con el ladrón, pues lo más sagrado era preservar el buen nombre. La diferencia es que entonces los ladrones se contaban con los dedos de una mano (y sobraban dedos), pero hoy abundan tanto que ayer tuve que compartir la mesa en un evento con dos ladrones, ex funcionarios a los que casi todos saludaban como “don”, “señor” y “usted”. Y ellos, fragantes, simplemente sonreían.