Martín Vizcarra llegó a la presidencia del Perú empujado por la misma centrífuga que ha triturado su presidencia pocos meses antes de concluir, alimentada por el canibalismo político, la crisis de los partidos, la judicialización de la política, el gobierno de los jueces y el populismo.
Había sido electo como vicepresidente en la fórmula que encabezó Pedro Pablo Kuczynski, que lo escogió para consolidar su triunfo, pero consciente de que a la menor oportunidad les coloría un pie por delante, lo mandó al servicio exterior, pero, ni eso le valió.
Cuando estalló el escándalo de Odebrecht Kuczynski emergió como el presidente que estaba dispuesto a enfrentar con las mayores consecuencias las denuncias formuladas, y declaró categóricamente que procedería a anular todos los contratos que la firma tuviera en Perú.
Entonces el país quedó dividido entre una clase política corrupta con todos sus líderes involucrados en el expediente Odebrecht, y un presidente que había pasado por el pantano sin enlodarse. No hubo mandatario más elogiado, pero el entrampamiento unos meses después le alcanzó, demostrando que no era el que estaba en condiciones de lanzar la primera piedra, porque había sido beneficiario de un pago de 800 mil dólares que aunque lo justificaba como una asesoría brindada a Odebrecht tenía la pinta de soborno, entonces los otros políticos embarrados les cobraron todos los denuestos que él les había proferido.
Le montaron el juicio político para la vacancia, pero él no aguardó por ella y sus implicaciones de anulación de participación en la vida pública, y renunció dando paso a la gestión de Vizcarra.
Vizcarra por igual era un fenómeno extraño que se diferenciaba de una clase política corrupta que venía dispuesto a enfrentar con todas sus consecuencias, cosechando una altísima popularidad, pero también le apareció lo suyo, demostrándose que no era impoluto.
Si un mérito hay que atribuirle a su mandato fue el de tornar más caótica la gobernabilidad, al promover un referéndum que aprobó la no reelección de los diputados, punto por lo que la gente votó con la misma emotividad conque los británicos lo hicieron por el Brexit, o con la que los chilenos lo acaban de hacer para anular su constitución actual y darse una nueva, que no será otra cosa que la misma revestida porque nadie inventa el agua tipia, en lo fundamental las constituciones de todas las sociedades democráticas son las mismas.
Los mayores perdedores del impedimento de la reelección de los legisladores son los electores, porque una vez que han votado por un legislador, no hacen otra cosa que firmarle un cheque en blanco. Después de electo el legislador carece de compromiso con su electorado porque no tendrá que volver a darle la cara.
Vacar a un presidente con buena base de apoyo popular habría tenido consecuencias electorales que a los 105 legisladores que votaron no les afectan para nada, porque no serán candidatos a las próximas elecciones.
El caso es que en el Perú destituir a un presidente es mucho más fácil que conseguir la condena judicial de alguien que haya cometido un asesinato. No hay un solo expresidente de que pueda colocar la cabeza tranquila en una almohada: Alberto Fujimori aguarda por la muerte en una prisión; Alan García prefirió la muerte antes que la cárcel; Alejandro Toledo anda prófugo; Ollanta Humana y su esposa, en libertad condicional; y Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra han pasado a presos de confianza.