Por Omar Coronel
LIMA, 20 Nov 2020 (IPS) – El lunes 9 de noviembre, luego de que el legislativo Congreso de Perú aprobara velozmente la vacancia del presidente Martín Vizcarra por indicios de corrupción y designara como presidente interino a Manuel Merino, miles de ciudadanos en Lima y varias ciudades del país salieron espontáneamente a las calles a protestar.
Entre ese lunes y el domingo siguiente, las protestas se multiplicaron en prácticamente todas las ciudades, y en varios puntos de cada ciudad. Fue la primera vez que el Perú vivía una ola de protestas tan masivas y, sobre todo, descentralizada. En Lima, a pesar de que la represión alcanzó niveles no vistos desde el régimen autoritario de Alberto Fujimori, la participación en la protesta no dejó de aumentar.
Hubo además innovaciones como la primera línea, brigadas de salud y desactivadores de bombas lacrimógenas.
El país entero, también por primera vez, tuvo cacerolazos diarios, coordinados y exitosos. Tras solo seis días de protestas el presidente Merino renunció. Pero ¿cómo es que hubo un estallido social exitoso en Perú, con una ola de protestas tan masiva, territorialmente extendida y sostenida? ¿No era acaso que los peruanos teníamos una sociedad civil débil y desorganizada?
Amenazas y represión
Hace un año argumenté que el Perú no se unió a la ola de estallidos de protesta en América Latina debido a tres motivos: un alto nivel de informalidad laboral que normaliza las bajas expectativas sobre los servicios que ofrece el estado, la percepción positiva de la lucha contra la corrupción y el uso de la negociación en lugar de la represión cuando estallaban los conflictos sociales.
Estas válvulas de escape, juntas, marcaban una diferencia sustantiva con la situación de los países donde había estallidos.
Pero los dos últimos factores cambiaron drásticamente la semana pasada. En cuanto al primer factor, la informalidad, esta ha crecido durante la pandemia, pero ello no fue decisivo para el estallido peruano.
La crisis sanitaria y económica probablemente sumó malestar durante el estallido, pero no lo explica: inclusive durante la pandemia, los peruanos ya esperábamos que el Estado no nos funcione.
Si bien existía un malestar acumulado por los errores de la gestión de Vizcarra en el control de la pandemia (hubo 525 protestas durante los 106 días de la cuarentena nacional obligatoria), el presidente seguía contando con un apoyo de 54% de la población cuando fue vacado.
Lo que sí cambió fue la percepción positiva de la lucha contra la corrupción y el limitado uso de la represión. La satisfacción con la lucha contra la corrupción alcanzó su cúspide con el cierre del Congreso, la institución menos apreciada del Perú. Pero los resultados de las elecciones congresales decepcionaron rápidamente.
Un presidente bajo sospecha
La percepción de que el nuevo congreso era igual o peor que el anterior –debido a su interés en hacer retroceder reformas valoradas y su proclividad al populismo– volvió a acumular el malestar. A esto se sumaban las fundamentadas acusaciones de corrupción al mismo presidente. A pesar de todo esto, 78% prefería que Vizcarra continuara su mandato mientras seguía siendo investigado.
Se le veía como un aliado útil a la hora contener los exabruptos del Congreso.
Por ello, el uso cuestionable de la vacancia, y la toma del poder por un sector que la mayoría de los peruanos percibía como una gran amenaza a la estabilidad generó una ola de indignación y el temor a perder lo ganado con las reformas de los últimos años.
Las amenazas pueden ser mejores movilizadores que las oportunidades. Cada día del gobierno de Merino reforzó el temor de muchos peruanos. Para primer ministro, escogió a Ántero Flores-Araoz, uno de los representantes más emblemáticos de la vieja clase política.
Demoró dos días en poder conformar su gabinete, y cuando lo llenó de políticos conservadores y empresariales que desde el 2011 no pueden ganar elecciones, confirmó la ilegitimidad del gobierno. Para espanto de un amplio sector, esos días el Congreso anunciaba que agendaría la elección de los nuevos miembros del Tribunal Constitucional y debatiría proyectos que amenazaban la reforma universitaria.
A esto se suman las denuncias de censura a periodistas del canal del Estado por cubrir las protestas y el copamiento de las instituciones.
Represión indiscriminada en una democracia
De otro lado, la represión indiscriminada en una democracia –agonizante, pero democracia aún– volvió a demostrar ser una facilitadora de movilización. El cálculo del gobierno parece haber sido que una represión intensa desincentivaría las protestas.
Esta lógica no aprendía nada del error que eso significó en países como Chile o Colombia desde el año pasado. Cada día del breve gobierno de Merino las protestas se multiplicaron. La percepción de amenaza generó cascadas de acción colectiva en marchas, plantones y cacerolazos.
En el centro de Lima se llegó a reunir a varias decenas de miles. El jueves, durante la primera marcha nacional, la abarrotada Plaza San Martín era una fiesta, con canciones, bailes y teatro. Sin embargo, cuando un grupo de manifestantes intentó avanzar al Congreso, la policía reaccionó violentamente contra todos.
Esto produjo enfrentamientos. Se tiraron innumerables bombas lacrimógenas y se usó armas de fuego. Dos manifestantes quedaron gravemente heridos.
La represión del jueves solo incrementó la indignación e hizo que aumentara la participación el viernes y más aún el sábado, día de la segunda marcha nacional. Esa noche se dio también la represión más violenta. Dos jóvenes, Bryan Pintado (22) e Inti Sotelo (24), fueron asesinados de manera brutal. A Bryan le dieron 11 proyectiles en el rostro, cabeza y tórax, y a Inti le reventaron el corazón.
En varias ciudades del país, pero fundamentalmente en Lima, se protestó por estos asesinatos con rabiosos cacerolazos a la medianoche. El domingo amanecimos con 114 heridos, 41 desaparecidos, y una juventud movilizada y lista para volver a enfrentarse a la policía. Pero Merino renunció al mediodía, dando paso a una etapa de distensión.
El cierre de estas dos válvulas de escape con la percepción de las “mafias” tomando el poder y la represión indiscriminada son claves para entender por qué la sociedad civil peruana salió en masa a las calles. Debido a que Vizcarra aceptó rápidamente su vacancia, al inicio las protestas se quedaron sin un objetivo concreto.
Pero el incremento de las amenazas y represión ayudaron a que el objetivo se definiera: que Merino caiga como sea, sin tener claro lo que vendría luego. Ese objetivo unificó la protesta.
La irrupción de la generación del bicentenario
Pero el estallido peruano no puede explicarse solo por factores externos. Hace un año mencionaba que, a pesar de la debilidad de la mayoría de nuestras organizaciones sociales, una desmesurada represión facilitaría una movilización sostenida por el solo hecho de la indignación, lo que el sociólogo James Jasper llama shock moral.
Pero lo que vimos esta semana no fue solo la reacción de los jóvenes, sino, nuevas formas y recursos de movilización. La politización de jóvenes millennials y -sobre todo-centennials trajo una serie de habilidades sin las que no se podría terminar de explicar la masividad de la protesta.
Los primeros en asistir a las manifestaciones fueron los jóvenes politizados, con mayor experiencia, y vinculados al movimiento de derechos humanos que ha marchado permanentemente contra el fujimorismo y la corrupción.
Sin embargo, a la hora de la represión, la novedad fue la presencia de las barras de equipos de fútbol que, como en Chile, tuvieron un rol protagónico en la organización de la primera línea de defensa contra la policía.
Se formaron también grupos encargados de desactivar bombas lacrimógenas. Aparecieron jóvenes organizando las brigadas médicas, que fueron decisivas para minimizar las víctimas mortales. Mucha de la información para convocar y coordinar se dio por Instagram y Tik Tok.
Es más, muchos influencers tomaron posición y utilizaron sus cuentas con millones de seguidores para incentivar la participación. Gamers y Otakus también utilizaron sus redes para convocar y coordinar.
Son estos nuevos protagonistas, bautizados por la socióloga Noelia Chávez como la generación del bicentenario, quienes emplearon sus redes sociales para organizar la rabia que habían provocado primero las amenazas y luego la represión.
Sin la participación activa y entusiasta de este bloque de jóvenes nacidos a finales del siglo pasado o en este siglo difícilmente se hubiesen generado las cascadas de acción colectiva que muchos vimos con sorpresa esta semana.
Fueron estos jóvenes también los que grabaron y difundieron masivamente tanto los episodios de represión como los momentos más lúdicos de las protestas, incentivando más la participación.
Esta participación fue clave también porque las principales centrales sindicales decidieron no acompañar las protestas. Esto porque las veían muy cercanas al expresidente Vizcarra, contra quien habían protestado durante la pandemia por temas laborales y económicos.
Esa ausencia fue compensada con la participación de amplios sectores de jóvenes autoconvocados, sin ninguna filiación con partidos ni organizaciones.
No deja de ser llamativo que este gran despliegue de solidaridad se haya dado en un país con uno de los niveles de confianza interpersonal más bajos de la región. Este era uno de los datos manidos para argumentar que costosas coordinaciones y apoyos espontáneos serían improbables en una gran protesta peruana.
Pero se dieron. Los jóvenes cuidaron de todos los manifestantes, no solo con las eficaces brigadas de salud –formados por jóvenes médicos, enfermeros y estudiantes de medicina– sino también con las coordinaciones entre jóvenes abogados para ir a las comisarías a buscar desaparecidos y ayudar a detenidos.
Al mismo tiempo, en las redes se organizaban colectas para apoyar a familiares de los jóvenes asesinados y heridos. Finalmente, el éxito de los cacerolazos, sobre todo los que respondieron a los dos fallecidos, dan cuenta de un ánimo empático y solidario que cuestiona los sentidos comunes sobre el individualismo, la indiferencia y la apatía política del peruano promedio.
Manifestantes se enfrentan a la policía durante una protesta contra la decisión del Congreso de destituir al expresidente Martín Vizcarra, en Lima, el 14 de noviembre. Shutterstock / Joseph Everth
¿Un estallido en las calles efímero?
El parlamentario del Partido Morado, Francisco Sagasti, se convirtió en el nuevo titular del Congreso y como tal presidente interino de Perú, hasta las elecciones de abril de 2021.
Presidencia de Perú
La protesta masiva, extendida y permanente no solo logró tumbar al gobierno ilegítimo de Manuel Merino, sino que también presionó al Congreso para que elija un presidente y una mesa directiva conformada solo por congresistas que se opusieron a la cuestionada vacancia de Vizcarra (solo 19 de los 130).
A pesar de que los “vacadores” son mayoría e intentaron dar la pelea con una lista alternativa, al final optaron por aprobar una fórmula que respondía a la demanda de la calle, es decir, sin “vacadores”.
Se eligió a Francisco Sagasti, miembro del Partido Morado (PM), como presidente. El PM fue el único consistente en su rechazo a la vacancia y algunos de sus miembros ayudaron a ubicar desaparecidos y liberar detenidos.
Una diferencia con el estallido chileno es la debilidad de la clase política peruana. En Chile el estallido dejó 34 fallecidos, 3 400 civiles hospitalizados y 460 ciudadanos con ojos mutiladosy, si bien se logró empujar el plebiscito nacional para someter a voto una Convención Constitucional, la coalición de gobierno resistió y permaneció en el poder.
En Perú, en cambio, nuestra democracia sin partidos nos lleva a la paradoja de tener una clase política repleta de independientes sin horizontes a mediano plazo que generan permanentes crisis, pero que al mismo tiempo es débil y rápidamente susceptible de ser derrotada por la sociedad civil movilizada.
Otra diferencia con Chile es que el clivaje central en el estallido peruano fue democracia/dictadura. Mientras en Chile la demanda central avanzó hacia la nueva Constitución para desmontar el modelo neoliberal, en Perú no se llegó a politizar la desigualdad y el estallido respondió a una amenaza autoritaria. Las protestas se orientaron más a restablecer el statu quo que a presionar por una reforma o cambio sustantivo.
Desde que Merino renunció, las marchas disminuyeron notablemente y los cacerolazos dejaron de sonar masivamente. Más aún, con la elección del presidente Sagasti y la nueva mesa directiva del Congreso pareciera que muchos han quedado satisfechos.
Sin embargo, sí hay sectores que aún buscan movilizarse por al menos dos demandas: justicia y reparación para las víctimas y la convocatoria a una Asamblea Constituyente.
El primer objetivo convoca a la totalidad de quienes se movilizaron durante el estallido. Se exige sanción para los culpables de la represión (incluidos los responsables políticos) y reparaciones para las víctimas. Por este motivo, han continuado numerosas marchas el mismo lunes, luego de la elección de Sagasti, y se han convocado nuevas marchas.
La demanda por la Asamblea Constituyente moviliza todavía a solo un sector de quienes participaron en el estallido. Aunque varias marchas el lunes fueron también por avanzar hacia una Asamblea Constituyente, estas fueron menores en número.
Esto contrasta con la extendida demanda por “que se vayan todos”, y con una reciente encuesta que indica que 56% de peruanos estaría de acuerdo con una nueva Constitución. Es probable que la distancia actual de muchos jóvenes manifestantes con esta propuesta se deba más a su desconfianza con los partidos y colectivos de izquierda.
Entonces, ¿fue este estallido efímero? Luego de la transición de hace 20 años, también protagonizada por jóvenes en la Marcha de los Cuatro Suyos, muchos de los colectivos y organizaciones espontáneas desaparecieron una vez que Fujimori renunció. Ahora podría ocurrir algo similar, pero es probable que las amenazas a la democracia crezcan y que eventualmente se logre politizar la desigualdad.
Cuando esto ocurra, existe ya un nuevo bloque que acaba de politizarse –en medio de la represión– y que tiene nuevas formas de hacer y comunicar política. A partir de esta coyuntura crítica, la generación del bicentenario peruano puede adquirir un protagonismo cada vez más claro en la lucha política.
Por ahora ya nos ha dado una nueva narrativa de compromiso y solidaridad.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.