Lo acontecido en Montecristi con un senador y oficiales policiales no es un fenómeno nuevo para lamentar. Otras ocasiones hemos sido testigo de barrabasadas similares.
El senador se creyó el hombre más poderoso del país y así pretendió demostrarlo a los seis oficiales de policías que junto a un funcionario del Ministerio Público cumplían con una orden de arresto contra un sujeto peón del congresista buscado por varios delitos. Sus insultos, grosería, bravuconería irracional, generó repudio en la sociedad dominicana.
Esa actitud la asumen la mayoría de los legisladores contra la población. Se creen superiores a los demás, incluso sobre aquellos que de manera ingenua los eligieron en las urnas.
Se creen jefes absolutos de los militares, policías y del pueblo. De ahí la razón de maltratarlos y de amenazarlos con mandarlos a cancelar.
Se portan como corderitos mientras no son electos. Reparten abrazos a los humildes votantes y besos en barrios y ciudades a las viejitas, los niños y mujeres jóvenes y adultas para asegurarse sus simpatías. Pero la personalidad cambia tan pronto son juramentados en el Congreso Nacional.
Entonces adquieren un estatus de vida que los hacen menos humildes. Algunos nunca vuelven al barrio que los eligieron. Cambian inmediatamente los números de teléfonos y evitan tomar las llamadas telefónicas.
Se transportan en vehículos de lujos de altos costos, con los cristales oscuros, para que no los vean; almuerzan en restaurantes de clase alta y comparten bebidas finas con personas de clases sociales bien acomodadas.
Suelen ser “solidarios” en situaciones de desgracias familiares donando ataúdes, no de manera presencial, sino a través de terceras personas. Se cuidan de no asistir a los funerales de pobres, temerosos de que los aborden para solicitarles ayudas sociales o una recomendación para empleos de mala muerte.
Son desagradecidos en potencia (claro, no son todos los que actúan así) y utilizan los programas sociales del gobierno para promover sus proyectos políticos a futuro.
Pero los legisladores no son los únicos prepotentes. También los encontramos en los cuarteles.
Hay hombres de uniforme que abusan del rango para maltratar a la gente. Esos atropellos los vemos a diario a través de las redes sociales cuando algunos policías le caen a golpes a personas indefensas para imponer su poder.
Mientras más alto es el rango, más endiosados se creen. Es muy bueno golpear a un indefenso cuando se viste un uniforme militar o policial, o se tiene a manos un fusil o una pistola, acompañado de otros agentes.
Un hombre desarmado o esposado es presa fácil. No tiene escapatoria. Por eso abusan e incluso le instrumentan expedientes falsos de supuestas rebeldías y agresiones para justificar esas arbitrariedades.
Son comportamientos trujillistas de larga data. Los hemos soportado desde hace más de siete décadas. Lamentablemente, el poder político no manifiesta la intención para erradicarlos. Algún día habrán de cambiar las cosas.