Este es un artículo de opinión de Juan Vázquez Rojo, investigador en Economía de la española Universidad Camilo José Cela, y Stefano Visintin, profesor y director del Grado en Empresa y Tecnología del mismo centro de estudios superiores.
Por Juan Vázquez Rojo y Stefano Visintin
El 22 de marzo de 2018 comenzó una guerra entre las dos mayores superpotencias mundiales. No es ciencia ficción y tampoco una guerra convencional: se trata de una guerra comercial.
Ese día, la ahora saliente administración de Donald Trump anunció la imposición de 60 000 millones de dólares en aranceles a productos chinos. China no tardó en replicar y desde ese momento los medios de comunicación se han hecho eco del aumento de las tensiones y de los ataques recíprocos: desde aumentos arancelarios y limitaciones a las importaciones hasta el veto a empresas como en el caso de Huawei o TikTok.
Internamente, la ofensiva de la administración Trump se justificaba como una estrategia para mitigar las malas prácticas de China, tales como la competencia desleal y/o la transferencia forzada de tecnología que habrían provocado, supuestamente, el aumento del déficit comercial y la pérdida de empleos en Estados Unidos.
Sin embargo, muchos piensan que la explicación de la pugna entre ambos países tiene una implicación más profunda: el enfrentamiento por la hegemonía mundial.
Hegemonía y orden mundial
A lo largo de la historia siempre ha existido un país que, en virtud de su fortaleza económica, ha actuado como potencia hegemónica. Ha sido el caso del Imperio Británico durante los siglos XVIII y XIX y de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial /1939-1945).
En cierto modo, la potencia hegemónica ejerce el papel de “gobierno mundial”, utilizando su preponderancia económica, política, cultural y militar para tener, en las relaciones internacionales, la función de un gobierno en la política local.
Ese liderazgo se ejerce a través de la compleja estructura internacional de instituciones, normas, acuerdos y, en general, reglas del juego, en las que se suelen mover los países.
Tener la capacidad de dirigir esa estructura permite influir en la actuación de las naciones, dado que cualquier Estado que quiera participar en el orden internacional tiene que operar según las reglas establecidas.
Sin embargo, las potencias hegemónicas, así como los órdenes internacionales, no son eternos. El surgimiento de unas potencias emergentes y el declive de otras hace que el orden internacional prevalente cambie a lo largo de la historia.
Algunos países han tomado una posición reformista, o incluso rupturista, al reclamar nuevos territorios o un mayor peso en la toma decisiones multilaterales. Ese sería el caso de Japón y Alemania en los años treinta del siglo pasado o, el que más nos interesa ahora, el de China en la actualidad.
En este punto, la capacidad de la potencia hegemónica para acomodar o contener a las potencias emergentes en dicho orden es clave para mantener el statu quo.
China, ¿nueva potencia hegemónica?
Desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha ejercido el papel de hegemon mundial. Fue después de esa contienda cuando se fundaron el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) y se estableció el dólar como moneda central del sistema monetario internacional. Posteriormente, dicho orden fue reforzado con una compleja red de instituciones multilaterales en distintas áreas, tales como la OTAN o la Organización Mundial del Comercio (OMC).
A partir de la década de los ochenta el proceso de globalización supuso un desplazamiento progresivo del peso económico de Occidente hacia la región asiática, lo que dio lugar a la aparición de economías de notable relevancia, con China por encima de todas. El país asiático se integró cada vez más en el orden internacional vigente, siendo un hito su entrada en la OMC en el año 2001.
Además, los propios mecanismos de la globalización crearon una gran interdependencia entre China y Estados Unidos: las empresas transnacionales estadounidenses y, en general, occidentales, deslocalizaron parte de su producción llevándola al país asiático, desarrollando un complejo sistema de cadenas globales de valor y convirtiendo a China en la fábrica del mundo.
En la actualidad, con el plan Made in China 2025, el país asiático pretende convertirse en la principal potencia tecnológica del mundo.
En paralelo con su creciente rol económico, y desde la llegada al poder de Xi Jinping, China ha transitado de un papel pasivo a uno más activo en las relaciones internacionales. Esta estrategia se materializa en proyectos de impacto internacional, tales como la Nueva Ruta de la Seda o la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, surgiendo como configuraciones multilaterales alternativas a las lideradas por Estados Unidos.
Naturalmente, todo esto es percibido por las autoridades estadounidenses como una amenaza para su hegemonía. Así, el país americano ha pasado de una estrategia en la que ha intentado acomodar a China al orden internacional, a una en la que su principal objetivo es contener la influencia del país asiático. Así llegamos a la ya citada guerra comercial.
Evitar los avances tecnológicos: misión clave en esta guerra
En esa guerra, la administración Trump ha centrado su estrategia en la contención del desarrollo tecnológico de China. El hecho de que la potencia asiática haya liderado el desarrollo de una tecnología disruptiva como el 5G significa que será quien dicte sus estándares y normas internacionales.
La clave está en que esta tecnología podría ser el esqueleto de la cuarta revolución industrial. Por eso empresas como Huawei, líder del sector, son la diana de los ataques de Estados Unidos.
Las implicaciones de esta disputa son enormes: ya no es solo el papel más proactivo de China, que promueve la creación de nuevas reglas del juego e instituciones a nivel mundial, sino que los propios Estados Unidos renuncian a las reglas que ellos mismos promovieron (bloqueando la OMC o retirándose de la Organización Mundial de la Salud).
El edificio levantado después de la Segunda Guerra Mundial se tambalea y tiene cada vez más dificultades para representar el orden mundial.
El futuro del sistema internacional, y de su liderazgo, vendrá dado por la forma en que se canalicen las tensiones presentes. Es decir, si el orden hegemónico admite una reforma que pueda acomodar el nuevo papel de China y de Estados Unidos o si el enfrentamiento produce una ruptura.
Esto abre la puerta a distintos caminos, entre los que se encuentra una hegemonía compartida, con una regionalización del orden mundial en la que ambas potencias se repartan zonas de influencia.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.