A diario, para llegar a mi oficina, hago un giro en U, en la intersección de las avenidas Winston Churchil con Charles Summer, mal escrito porque el nombre que se pretende homenajear, no es apellido verano en inglés sino Sumner, preguntándome si ese caballero merece estar colocado en el altar en que lo tenemos los dominicanos.
Pensadores tan respetables como don Américo Lugo, que en su momento no dispusieron de toda la información sobre el personje contribuyeron a que lo recordásemos como la gran cosa, pero deberá llegar el momento en que una avenida tan transitada ate la referencia a alguien más digno.
Escribió don Américo que “Carlos Sumner es el más idealista de los hombres públicos estadounidenses y la gloria política más pura de los Estados Unidos. Es el último de los puritanos, pero es también el último vástago de los colonizadores ingleses…es el verdadero redentor político de la raza negra de los Estados Unidos”.
El licenciado Bernardo Vega, del que soy devoto, no necesariamente como encuestador ni opinante de la actualidad, sino como investigador histórico, entre su catálogo de obras tiene una que lleva por título “LA CUESTIÓN RACIAL Y EL PROYECTO DOMINICANO DE ANEXION A LOS ESTADOS UNIDOS”, en la que sustenta que “es indudable que el libro de Sumner Welles, La Viña de Naboth, influyó sobre el insigne dominicano (se refiere a Lugo) quien, al igual que todos los dominicanos de la época desconocía tanto los otros discursos de Sumner, como los verdaderos propósitos tras sus ideales”.
En la más completa biografía que haya leído hasta este momento de Buenaventura Báez, a quien conocí en los folletos de estudios sociales que escribió Juan Bosch para los círculos de estudios del PLD; en escritos de Emilio Rodríguez Demorizi; en referencias de Pedro Mir y Roberto Cassá, así como en una obra de Adriana Mu-kien A Sang-Ben; José Báez Guerrero sostiene que “Sumner fue un confesado amante de todo lo haitiano y esa pasión cegó su entendimiento de cualquier asunto dominicano”.
En esa obra se hace eco de la sugerencia de un amigo que plantea que “alguna agencia de viajes debería organizar giras a Washington para que dominicanos deseosos de ciudadanía estadounidenses -pero condenados a la vida en nuestro paraíso caribeño– se orinen el la tumba de Sumner, quien denigró reiteradas veces a Santo Domingo diciendo ante el Senado que “no debemos absorber ni anexar esos países negros, con todas sus lacras y enfermedades físicas y espirituales, sino dejarlos ser entes independientes, para que sigan por su cuenta experimentando con su auto gobierno”.
No fue por respeto a la soberanía de RD, ni por amor al pueblo dominicano que la trilogía que integró junto a sus colegas senadores Carl Schulz y Fernando Wood, se opuso al pacto de anexión que encaminaban los presidentes Ulises Grant y Buenaventura Báez, sino al pésimo concepto que tenían sobre nuestros ancestros a los que consideraban “degenerados en grado sumo, estando principalmente compuestos por una raza cuya sangre tiene dos tercios de africano nativo y un tercio de criollo español… Esta es una mezcla completamente incapaz de asimilar la civilización y descalificada bajo cualquier circunstancia posible se hacerse ciudadano de los Estados Unidos”.
Sumner y sus aliados sustentaban que “los dominicanos no tienen nada en común con nosotros, ni el lenguaje ni los hábitos, ni las instituciones, ni las tradiciones, ni forma de pensar y si siquiera un código moral”.
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